En muchas de las sesiones con los niños , me viene la idea de que tengo que tener más juguetes, actividades y propuestas.
En ese instante de vacío en el que el silencio parece devorar el espacio, o cuando un "estoy aburrido" amenaza el ego terapéutico.
Una y otra vez, en la presencia, la paciencia y la contemplación, algo emerge de lo que parece nada.
Algo que el mundo interior necesita expresar, crear o manifestar.
La esencia de cada ser florece, de diversas maneras. Cada uno encuentra en ese pequeño espacio infinitas posibilidades que a mi nunca antes se me habían ocurrido.
Si les dejo, y apaciguo mi afán de hacerlo bien, la presencia se instala como si fuera una música armoniosa, silenciosa y de sonidos tan sutiles al mismo tiempo.
Los diagnósticos, las hipótesis, las metas e intervenciones resolutivas se esfuman, y queda algo que difícilmente puedo nombrar.
Algo que intuyo, los niño/as anhelan, y no saben muy bien qué es, ni como se pide.
Es esa brecha en el tiempo, en donde nada es tan importante como su propia existencia.
Lo que surge es una manifestación de ellos mismos, que no necesariamente han aprendido previamente. Que no están imitando de nadie, y que no depende de algunas instrucciones.
Sé en ese momento que no necesito más objetos, juegos o propuestas. No es importante entretenernos, ni lograr grandes avances.Ni hacerlos hablar, para obtener información que considero relevante. Tampoco arreglarlos, de tal manera que encajen en ese lugar en donde incomodan.
Ello/s tal vez solo quieren un espacio para parar el ritmo ajeno, silenciar las voces de tantos, refugiarse de las agendas de quienes los rodean. Dejar de ser objeto de análisis, producto de intervenciones exitosas, resultados de metodologías de aprendizaje brillantes. Ser ello/as mismos y no un proyecto de alguien más.
Se necesita muy poco para que el potencial de cada uno encuentre su vía de manifestación. Es más lo que hay que dejar de hacer.
Saberlo nos permite soltar tanto control, dejar de creer que somos nosotros quienes formamos a los niños, y confiar en la fuerza de la vida que pasa a través nuestro sin ningún esfuerzo. Saber que las respuestas aparecen en el silencio, y que las acciones surgen espontáneamente sin que tengamos que pensarlas tanto o sin que tengamos que ser esclavos de nuestros impulsos.
Unos minutos sentados en silencio frente al niño/a es todo lo que se necesita a veces.
Sin embargo, ¿Cuántos podemos estar en silencio? ¿Y más aún cuando estamos vestidos del rol de adulto formador, maestro o terapeuta?