El miércoles no fui a trabajar. Y no porque tuviera puente, sino porque un ejército de virus y varias "-itis" terminaron con las pocas fuerzas que me quedaban. Como si me hubiera pasado un camión por encima, vamos. Yo, que no me tomo un medicamento ni que me maten, terminé sucumbiendo a los antibióticos a ver si se cargaban a todos esos virus indeseables. Estaba tan derrotada que me alegré sobremanera de que mis enanos tuvieran que ir al cole. Es horroroso cuando te encuentras mal y tienes a dos pequeñajos que no entienden que su mamá no esté al 200%. Pero cuando la casa quedó en silencio y me quedé arrebujada bajo el nórdico esperando que volviera el ansiado calor que se había fugado lejos, muy lejos, me invadió una sensación extraña. No se oía nada. Silencio. Y en ese silencio parecía oir los pasitos de mis pequeños entrando por la habitación, sus voces y sus risas en el comedor. Quizás fuera el estado febril, tanto medicamento, o que estoy un poco loca. Vaya usted a saber.
Entonces me di cuenta que era la primera vez en más de cuatro años que me quedaba todo un día sola en casa. Sola. Ya no recordaba lo que era eso. Ciertamente mi cuerpo lo agradeció. De hecho no me moví de la cama en horas.
Pero cuando mis pequeños volvieron a llenar la casa de vida por la tarde, uf, qué alegría. Debo ser masoca, porque aun no me encontraba del todo bien, de hecho a día de hoy los virus no me han abandonado por completo, pero hechaba de menos los "mamá, ven, abrelo, juega conmigo, cójeme, ven, abrelo, vamos" y gritos, risas, espachurrones y demás.
Me he dado cuenta que mis hijos son imprescindibles en mi vida, aunque los asquerosos viruses quieran que opine lo contrario.
