Revista Viajes
Dedicado al pueblo japonés, a mis compañeros de la Cámara Júnior de Japón, a mi amiga Cristina Akiko Miyazawa y a mi maestro de karate, Shoko Sato.
“Por más larga y oscura que sea la noche, el sol siempre vuelve a brillar”. Frase popular.
En 1990 tuve la suerte de ir a Japón y pasar unos 10 días en ese extraordinario país, estudiando, conociendo y aprendiendo. Fui allá representando a Venezuela en la III Academia JCI Internacional de Liderazgo, un evento que la Cámara Júnior de Japón realiza cada año desde 1988. La Academia reunió en aquella oportunidad unos 70 delegados internacionales –solo un representante por cada país– y unos 70 delegados japoneses, para formarnos a todos en conceptos de liderazgo y ciudadanía global. En un encuentro con personas de orígenes tan diferentes, a veces resultaba más sencillo para algunos llamarnos por el nombre de nuestros países respectivos, que por los propios nombres, en muchos casos impronunciables. Yo tenía entonces 25 años y fui uno de los delegados más jóvenes en asistir; pocas veces la palabra “Venezuela” ha tenido para mí tanta carga de responsabilidad y al mismo tiempo de orgullo.
Mis vivencias en esos 10 días en Japón fueron múltiples y extraordinarias y necesitaría varios artículos para abarcar por completo el impacto que la Academia ha tenido en mi vida; parte de lo que soy hoy tiene algunas raíces en lo que allá encontré. Entre las cosas que aprendí en Japón entonces y que de alguna forma llevo aún conmigo, está la noción de ciudadano global. Un broche que recibí como graduado de la Academia con la inscripción Global Networker también me lo recuerda. En tanto tal, es para mí imposible ver lo que está ocurriendo hoy en Japón y no sentir las fibras de esa ciudadanía global removerse.
Mi Academia (la mejor de todas, para aquellos graduados de otras Academias que tienen a bien leerme) se llevó a cabo en dos ciudades; primero en Miyazaki, una preciosa localidad en el sur de Japón, y luego en Hiroshima. Si bien el evento fue fundamentalmente uno de intensa formación, el programa incluía también visitas turísticas. Finalizada la porción del programa correspondiente a Miyazaki, nos dividimos en grupos de 5 ó 6 personas para tomar el Shinkansen o tren bala, dirigirnos a Hiroshima y pasear luego por diferentes lugares de la ciudad. Estábamos aún en los estertores de la Guerra Fría, el Muro de Berlín había caído apenas meses antes y una de mis compañeras de viaje fue la delegada alemana; otro de los souvenirs que conservo es el trozo del muro que ella nos obsequió, que arrancó de la miserable pared con sus propias manos en Noviembre de 1989.
Puedo evocar con claridad la sensación que me produjo el primer encuentro con la ciudad. Hasta entonces Hiroshima era para mí un nombre relacionado solo con las tristemente recordadas bombas atómicas de 1945 y no sé muy bien qué esperaba yo del sitio, pero al salir de la estación de tren tenía ante mí un despliegue urbano insólito y asombroso; una ciudad moderna, espectacular, vibrante y fluida, absolutamente viva y pujante Todavía en la incredulidad –feliz incredulidad, tendría que agregar– dije para mis adentros: “¿Y fue aquí, en este mismo lugar, donde explotó una bomba atómica?”
Pero sí, estaba en la ciudad que el 6 de Agosto de 1945 había sido totalmente destruida en las postrimerías de la II Guerra Mundial. Como parte de mi estada en la ciudad pude visitar el Parque Memorial de la Paz de Hiroshima y conocer la Cúpula Gembaku o Domo de la Bomba Atómica, el Museo Memorial de la Paz y el Cenotafio de Hiroshima; todos sitios relacionados con la indecible explosión. Fue la primera vez que tuve un encuentro tan cercano con los horrores de la guerra y 21 años después permanezco conmovido por lo que allí observé.
Después del recorrido por la ciudad, volvimos a encontrarnos todos los delegados participantes en la Academia y en una reunión que adquiró un tono casi solemne, cambiamos impresiones sobre lo que cada quien había observado y vivido. Gran parte de la conversación se orientó hacia el tema de la bomba y las consecuencias de la guerra. Uno de los comentarios que más me impactó fue el de alguien que dijo que si bien el uso de la bomba había sido algo espantoso, de no haber sucedido, la guerra habría durado probablemente más tiempo y que ello tal vez habría causado más muertes que las que las explosiones atómicas generaron. No fue tanto el carácter de la hipotética reflexión lo que me sorprendió, como el hecho de haberlo escuchado en la emocionada voz de uno de los delegados japoneses.
Pero no sólo visitamos sitios relacionados con la guerra; mi grupo escogió ir también al Castillo de Hiroshima, una extraordinaria edificación de estilo japonés construida alrededor de 1590 y reconstruida en 1958, que fue residencia del Daimyo de Hiroshima. El antiguo alumno de karate que yo había sido y el aficionado a las historias de samuráis que también era, la pasó de lo mejor en aquel lugar. Sin embargo, de tener que elegir el sitio que más me impresionó de todos los que conocí en Hiroshima, escogería sin ninguna duda el Jardín Shukkei-en.
El Jardín Shukkei-en es un magnífico, hermosísimo jardín de estilo japonés, construido en 1620 por Soko Ueda, un reconocido maestro de la ceremonia del té al servicio de Asano Nagarika, entonces Señor de la provincia de Aki. El lugar es un espectáculo de paz, delicada belleza y exquisita armonía, y para mí es el símbolo de lo que encontré en Hiroshima. Ubicado a algo más de un kilómetro de donde estalló la bomba del 6 de Agosto de 1945, fue arrasado totalmente por la detonación y tal vez por eso precisamente, lo más asombroso fue poder comparar las imágenes del jardín justo después de la hecatombe, con el bellísimo paisaje que yo tenía ante mis ojos en 1990. Los japoneses habían logrado reconstruirlo y hacerlo parecer, tanto como fue posible, a lo que había sido antes de la explosión.
Ese jardín representa en mi opinión, la capacidad que tiene nuestra especie de sobreponerse a las más grandes calamidades y restaurar lo que considera bello, lo que le es importante. Llámela usted como quiera: resistencia, tenacidad, entereza, resiliencia, perseverancia; me importa mucho más el resultado que el calificativo. El Jardín Shukkei-en me dijo entonces y me dice hoy, que no todo lo que se pierde está destinado a perderse para siempre y que aún en las más funestas circunstancias, por encima de los peores horrores, el ser humano es capaz de recuperar luego aquello que aún valora y estima.
Durante mi Academia, en aquel 1990, no llamé a ninguno de mis compañeros japoneses por el nombre de su país, que en japonés se pronuncia “nihon” o “nippon” y que etimológicamente significa “El Origen del Sol”. Cuando se habla del Japón como “El País del Sol Naciente”, se hace referencia a esa etimología, que está también plasmada gráficamente en su bandera. Sin embargo, allá en Hiroshima, en el Jardín Shukkei-en, supe que los japoneses habían hecho honor a su nombre. Sé, sin duda alguna, que podrán hacerlo de nuevo.
Las imágenes que ilustran este artículo fueron encontradas en Internet; corresponden a diferentes vistas de Hiroshima, de su castillo y de su Jardín Shukkei-en.
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