“Cómo te sientan mis palabras. Si no me entiendes, no te entiendo, y al revés. Que hay cosas que dependen del intérprete.” Extracto de la canción “Mi Peter Punk”, de Alejandro Sanz.
Uno de los fenómenos que yo encuentro mas interesantes del lenguaje, es el hecho de que una misma palabra no siempre tiene el mismo significado para dos personas distintas; esto lo hemos experimentado todos en alguna oportunidad. Recuerdo una ocasión en la que pude constatar esto de manera palmaria: fue el día en que durante una de mis vacaciones de infancia, allá en el Jusepín de mis abuelos, mi tío Talabarto me llevó a una gallera por primera vez a observar una pelea de gallos. Tendría yo 8 ó 9 años y el asunto fue toda una experiencia: una gallera es un mundo particular, altamente masculino, tan colorido como sangriento, bullicioso a más no poder, pero suficientemente estructurado y organizado como para poseer sus propios códigos, preceptos, ceremonial y lenguaje.
Yo entré en la gallera y enseguida me envolvió la algarabía, el aspaviento, el desafío, la cofradía, la revuelta, el vaticinio, el desplante... y en el medio del medio de todo aquello, la apuesta, que es uno de los corazones de las peleas de gallos. Un par de magníficos ejemplares, un gallo giro y otro canagüey, plumajes y espolones en guerra, comenzaban la refriega y yo allí, osado jovencito, urbano de pies a cabeza, lego en asuntos de gallos para más señas, e hipnotizado por la energía y la barahúnda. La gente comenzaba a calzar sus apuestas y un dinerito que mi madre me había dado para chocolates, galletas o refrescos durante el paseo, me picó en el bolsillo, así que quise apostar también. Pero el alboroto, el fragor y el tumulto crecían y ya se hacían demasiados para mi comprensión, cuando noté que en todo aquel vértigo, mi tío Talabarto era el único hombre sentado tranquilamente y observaba atento e impávido el espectáculo con sus dos manos bajo el mentón, apoyadas en el puño de su bastón.
- Tío -le dije, resuelto-, yo quiero apostar. - Ujum... eso no es muy recomendable -fue su lacónica respuesta. Mas yo no iba dejarme desanimar así como así, e insistí. - ¡Yo tengo mi propio dinero, tío! - Bueno, como usted quiera. - ¡Ajá! ¿Pero cómo apuesto? ¿Cuál es el gallo bueno en esta pelea? -¿El bueno? Ujum, a ver... a mí me parece que el gallo giro es el bueno -agregó, apuntando con su dedo índice al combate que ya tenía lugar.
Aquello era todo lo que yo necesitaba, inmediatamente volteé y crucé una apuesta con alguien cercano, colocando todo mi capital en favor del gallo giro, que entonces se convirtió -a mis ojos, que quede claro- en una formidable e invencible criatura de fuego y poder. La ilusión no duró mucho; solo un par de minutos adicionales bastaron para que el odioso gallo canagüey le diese una impresionante rebatida a mi favorito, y con cuatro embates seguidos finalizó la pelea allí mismo. El pobre gallo giro en cuya supuesta capacidad combativa había yo confiado, quedó tendido en la arena, inánime, absolutamente muerto -tal cual mi merienda-, mientras que el dueño del vencedor lo levantaba ante todos, haciendo gala de su triunfo.
Adiós chocolates, adiós refrescos; tuve que pagar mi apuesta y luego, todavía sin comprender bien qué había pasado -aparte de que mi dinero se había esfumado-, fui donde mi tío Talabarto a recriminarle.
- Pero bueno, mi tío. ¡¿Usted no me dijo que el gallo giro era el gallo bueno?!
- Ujum, sí, eso mismo le dije yo, que el giro era el gallo bueno, sí señor, sí es verdad. ¡El gallo desgraciado es el otro, que lo mató! -fue la inolvidable contestación de aquel hombre.
¡Ah, las palabras, sagradas y profanas palabras! Sí, evidentemente, lo que uno dice puede ser exactamente eso que el otro oye, pero no lo que el otro entiende.
La primera vez que me encontré con la propuesta formal de que las palabras “oír” y “escuchar”, a pesar de ser sinónimos, no significaban necesariamente lo mismo, fue durante mi formación como coach ontológico. La idea básica es que escuchar es mucho más que oír un sonido, pues implica además, interpretarlo. Rafael Echeverría, autor de “Ontología del Lenguaje” entre otras obras, va incluso más allá y propone que escuchar es el resultado de percibir, ya no solo a través del oído, sino a través de cualquiera de los sentidos e interpretar eso que percibimos.
Reflexionando un poco al respecto, me parece fascinante la posibilidad de que escuchemos no solamente con el oído. En efecto, si escuchar se relaciona con interpretar, las personas sordas, aunque no oyen, sí escuchan. De la misma forma, puedo escuchar lo que alguien me dice en una carta, si bien no le oigo al momento de leer sus palabras.
El componente interpretativo de la escucha se hace más evidente cuando consideramos los famosos aspectos no verbales del lenguaje. Todos sabemos que el sentido de una frase puede variar tan solo por una modificación del tono de voz con que es dicha, o que la misma frase, dicha con entonación similar, pero acompañada de otro gesto, de un movimiento de cabeza diferente, de un aroma especial o de un contacto físico particular, puede también cambiar de significado. Como percibimos a través de los cinco sentidos, cualquier información que recibamos a través de ellos puede modificar la interpretación que le damos a algo que hayamos oído.
El contexto también influye en la interpretación. No escucharé de igual manera la frase “Venga conmigo”, si me la dice un militar uniformado, armado y con cara de malas pulgas, que si me la dice una persona seductora y sexy. Aquí no solamente escucho lo que me dicen y cómo me lo dicen, sino que a ello le doy un sentido u otro, también dependiendo del contexto donde fue dicho.
De manera que podemos considerar la escucha como fenómeno interpretativo y esa interpretación sirve para crear sentido. Todo sentido es, de alguna forma, una creación propia que le asignamos a lo que nos sucede, y está ligado a diferentes elementos como nuestra historia personal, el tipo de observador que somos, los sistemas de los cuales formamos parte... El sentido nos permite andar por el mundo, pero como nos representamos ese mundo a partir de nosotros mismos, el sentido también actúa como filtro de nuestra escucha del mundo.
Una consecuencia de ello es que en cualquier comunicación habrá, como mínimo, tantos sentidos como participantes en el proceso. Todos somos personas diferentes y por similares que puedan ser nuestras respectivas escuchas, siempre habrá alguna desviación, una brecha, entre el sentido que dos o más personas le asignen al mismo fenómeno. Esta diferencia inevitable de sentido hace que en la convivencia con otros, estemos invariablemente expuestos al riesgo de equívocos y malentendidos. Ahora, esa brecha no es tampoco una condena a no entendernos nunca; si el sentido que damos a las cosas es suficientemente similar al que los otros también le asignan, podemos coordinar acciones sin inconvenientes mayores. Pero la brecha está ahí, vive con nosotros permanentemente y tiene consecuencias, se trate de conversaciones fundamentales o banales, como las que podemos sostener con la pareja, los amigos, los aliados, los vecinos, los compañeros de trabajo... o con un tío en una pelea de gallos.
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