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Cap. 1
Me senté en una piedra al borde de la carretera. Abrí la bolsa y saqué el cuaderno de tapas amarillas que siempre llevo conmigo. Escribí que la carretera se perdía en el horizonte, recta, como una cinta de plata, como una cicatriz reverberante bajo el sol entre el mar de maizales. Pura mierda. Pensé que cuántas veces se había comparado una carretera con una cinta de plata. Antes que los del New Yorker lo tacharan lo hice yo, pero dejé lo de la cicatriz. Me habían rechazado un cuento. "El vuelo de la libélula" se titulaba. Un bodrio, pero tuvieron la deferencia de devolvérmelo con indicaciones en rojo. Quería que mi segundo manuscrito cuidara cada palabra. Así que nada de cintas de plata.
Un destello a lo lejos. El terreno era tan plano que aquel reflejo podría haberse producido a ocho millas de distancia. Era el parabrisas de un coche. El primer coche con el que me cruzaba después de cuatro horas de camino. Conforme se fue acercando adiviné sus formas. ¿Un Cadillac?. Cuando estuvo más cerca pude precisar con seguridad. Un Cadillac Seville del 59, color malva, convertible. Los cromados tenían brillo de joyas. Apenas puse empeño en hacer señales. Frenó al poco de rebasarme.
Me colgué la bolsa del hombro y me acerqué a la puerta. El conductor era un tipo gordo. Aprovechó la parada para enjugarse el sudor de la cara con un pañuelo. Llevaba uno de esos sombreros cortos pig pie. El tipo se dio la vuelta y se acodó en el respaldo de su asiento. Bajó la ventanilla. Salvo el ruido del motor el silencio era total. Sonrió.
—¿A dónde se dirige con este calor, amigo?
—Seguro que al mismo lugar que su coche — dije.
—Voy a Harvestville. No conozco a nadie que desee ir a Harvestville.
—Harvestville es un buen sitio. Tan bueno como cualquier otro.
—Vamos, suba.
Dejé la bolsa en el asiento de atrás y me senté al lado del tipo. Puso en marcha el coche y después conectó la radio. Reconocí la voz gangosa de Greg Murray, la vieja gloria del bluegrass. Aquel gordo pisaba fuerte el acelerador. Era un buen coche desde luego. El volante también era color malva al igual que el traje del tipo. Un traje de calidad sin duda. No le habría costado menos de doscientos pavos. A pesar del calor llevaba la camisa abrochada hasta el último botón y el pequeño nudo de la corbata parecía ahogarle. Le rebosaba la carne del cuello por todas partes.
—Vaya. No he dicho ni buenos días. Me llamo Artie. Artie Colosimo —soltó entonces una mano del volante y me la ofreció. La estreché brevemente. —¿Qué le trae por este infierno, amigo? Podría haberse derretido sobre el asfalto.
—Digamos que estoy en viaje de placer. Pero me temo que equivoqué la ruta. No debí deshacerme de la brújula. ¿Se puede fumar en este palacio?
—Seguro — dijo el tipo sonriendo. Trasteó con el mecanismo que hizo deslizar la cubierta del coche. —Ahora tiene todo el cielo para llenarlo de humo... No, gracias. Lo dejé hace tiempo. ¿Tiene usted nombre o acaso viaja de incógnito?
Encendí el penúltimo cigarrillo que quedaba en el paquete.
—Sí, tengo nombre. Me llamo Jerry Stapleton —le dije aquel nombre porque me gustaba. Siempre me hizo ilusión llamarme Jerry Stapleton. Así que cuando topaba con un desconocido siempre lo empleaba. Éste o Dickie Steele. Los dos los había utilizado para bautizar a unos de mis personajes.
—Encantado, Jerry. ¿Nueva York? — el tipo se puso unas gafas de sol que había sacado de la guantera.
—Sí, Nueva York. De la 63 de Brooklyn.
—Brooklyn. Mi amigo Kenny tuvo una salchichería por allí. Pero no recuerdo si fue en esa 63 o en la 67. El bueno de Kenny Rider, sí. Tal vez lo conozca.
—¿Kenny Rider? Creo que no. Bueno, tal vez. No sé. Hace mucho que no voy por allí. Tampoco me entusiasman demasiado las salchichas.
—En cualquier caso no se le ocurra pisar su tienda, amigo. No me extraña que Kenny haya dejado vacías de ratas las alcantarillas de la calle —. Al gordo Artie se le agitó la barriga por la risotada que le produjo su propio comentario. A lo mejor no se hubiera reído tanto de saber que yo nunca había puesto los pies en Brooklyn.
La música de la radio dio paso a un boletín de noticias. Se informaba de la estancia del Presidente en Dallas. Artie gruñó un poco y la apagó. Después dejó el sombrero en el asiento y se limpió el sudor de la calva.
—Tengo ahí un buen remedio contra este calor — señaló con el pulgar hacia los asientos de atrás. Vi una nevera portátil de plástico. —Vamos, ábrala.
Deslicé la cremallera de la tapa. Había cinco o seis botellas de cerveza entre trozos de hielo. No me gusta especialmente la cerveza pero aquellas eran Saranac. Cogí dos botellas y le pasé una al gordo. Quitó la chapa con un abridor que llevaba soldado a la barra del volante. Luego abrió la mía. Dimos algunos tragos en silencio. La cerveza estaba helada. No dijimos palabra en las siguientes millas. Cuando el gordo terminó su botella la arrojó hacia atrás. Escuché el estallar del vidrio.
(to be continued...)
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