Revista Filosofía

Silvio Rodríguez o sobre la configuración de un imaginario

Por Zegmed

Como le comentaba a mi muy querida Daniella, ayer me pasé la noche y algunas horas de la madrugada escuchando con detenimiento y sostenido asombro a Silvio Rodríguez. Quienes mejor me conocen, saben que se trata de lejos de mi cantautor favorito. Las líneas que siguen son una especie de tributo a Silvio Rodríguez, pero más allá de él, son un ejercicio de gratitud a las personas, pensadores y cantantes que conforman un imaginario, una forma de concebir la vida.

Charles Taylor, en un breve pero importante texto, sostiene que, más de una vez, la mejor forma de poner en sintonía un cuerpo de valores con la vida de un ser humano se da a través de experiencias estéticas, no tanto racionales o académicas. Me explico usando los mismos ejemplos de Taylor. A veces, el filósofo puede estar preocupado pensando cómo es posible articular ciertos modos de vida con ciertos valores; se siente turbado e incapaz de poner juntos en la teoría ciertos principios y ciertas prácticas. Y, sin embargo, para los seres humanos ordinarios, sin necesidad de tales teorías infladas y acabadas, las cosas suelen estar muy claras. Así, para un cristiano la escucha atenta de una melodía de Bach puede articular mucho mejor su piedad religiosa que la lectura de un tratado teológico de Tomás o de Agustín. Igualmente, la lectura de La peste de Camus puede integrar mucho mejor los valores de una integridad humana sin talante sagrado de lo que lo harían múltiples teorías sobre la muerte de Dios. En suma, como bien dice Taylor, la determinación de lo más valioso e importante en nuestra vida no está marcada por el consumo de teorías; sino por el fino y delicado modo en que una canción, una obra de arte o una novela nos han enseñado a poner los énfasis y los pesos en nuestras acciones y valoraciones.

Silvio Rodríguez fue para mí eso que Camus o Bach son en el ejemplo de Taylor. De algún modo lo he sabido siempre, pero ayer me fue quedando más claro mientras escuchaba las mismas canciones que escucho hace cerca de un decenio. Ahora, no estoy diciendo con eso que Silvio haya sido mi única influencia ni que él en sí mismo sea para todo escucha un autor decisivo. Lo único que digo es que lo fue para mí. Yo empecé a escuchar a Silvio, como decía, hace cerca de 10 años. La primera vez que lo hice, lo recuerdo muy bien, fue en la casa de otro querido amigo, Alex. Estábamos en su casa junto a un grupo de amigos que participábamos en los grupos de jóvenes de la Orden de San Agustín. Teníamos la costumbre de pasar luego de nuestra reuniones a la casa de Alex, cocinábamos alguna cosa y nos quedábamos hasta tarde conversando con un vaso de vodka en la mano. En una de esas conversaciones, Alex mencionó a Silvio casi de pasada y como algo dado por sabido. Yo, en la inocencia de mis pocos años, pregunté. La censura amical fue masiva: “¿no sabes quién es Silvio Rodríguez?”. Alex bajó de inmediado el primer disco de Silvio que escuché en mi vida: “Canciones urgentes”. Estoy seguro de que mi forma de ver el mundo empezó a cambiar poco a poco después de escuchar ese disco. Pocos meses después, en un gesto generoso e inesperado, el mismo Alex me regaló por mi cumpleaños una copia de toda la discografía que él tenía de Silvio (que creo que era toda la que había para la época). Poco a poco fui escuchando con detenimiento cada letra y cada acorde y se fue configurando un imaginario. Dicho sea de paso, querido Alex, siempre te estaré agradecido por ese regalo, generoso e inesperado.

Y es que, claro, hay que escuchar a Silvio o a cualquier poeta de su estirpe para saber de lo que uno está hablando. No todas las canciones son de igual envergadura, seguro; sin embargo, sí me animaría a decir que cada una de ellas tiene al menos un par de líneas o un estribillo suficientemente poderosos como para conmover al oyente, como para decirle algo con fuerza tal para estimular su intelecto, sus pasiones, sus instintos, se trata de canciones que nos comprometen o al menos que a mí empezaron a generarme un compromiso con cosas que hoy me parecen difícilmente renunciables. Un compromiso genuino con la lucha por la injusticia, un compromiso con la belleza de la palabra, un esfuerzo verdadero por mantener atenta la mirada y siempre viva la sospecha, la vocación por la crítica honesta, pero severa cuando compete, una búsqueda siempre libertaria en todo terreno de cosas, desde el amor hasta la política. Podría hacer un listado de canciones que resuman cada una de estas cosas que enuncio, pero sería injusto, creo: algunas quedarían olvidadas o, simplemente, terminaría por abrumar al lector. Al lector, más bien, lo invito a hacerse oyente de una canción transformadora, potente, imperdible.

La época en que empecé a escuchar a Silvio fue una época particularmente dichosa de mi vida porque en ella confluyeron, sin haberlo anticipado yo, otras figuras sobresalientes que fueron articulando mi propia narrativa vital, para usar otro giro de Taylor. Ingresaba yo a la PUCP en un año fundacional para la historia de nuestro país: se entregaba el Informe Final de la CVR. Eso, como siempre cuento, generaba un clima particularmente expectante en la comunidad académica de la PUCP. Pero no fue solo eso, en los años siguientes me tocó llevar cursos, casi de casualidad, que transformaron poco a poco mi vida. Un notable seminario sobre José María Arguedas, Cultura de Paz con mi buen amigo Gonzalo Gamio, un curso de teología que me inició en una lectura que ya no detendría de Gustavo Gutiérrez y los cursos de filosofía que fueron convenciéndome de que yo no debía ser abogado.

Y si hubiese que retroceder aún más, tendría que decir que incluso antes de Silvio, hubo un par de personas importantes que difícilmente puedo olvidar: Nelson Pinzón y Juan Castro. El primero un cura agustino, el segundo un ex jesuita. Dos hombres de una profunda religiosidad, pero de un profundo talante crítico y de una intensa vocación por el fomento de la libertad. A ellos les debo la formación germinal, aún en mis tiempos de mayor ortodoxia, de mi espíritu crítico, espíritu que Silvio, Arguedas, Gutiérrez, la CVR y demás terminarían de conformar, constituyendo un imaginario que hoy forma ya parte esencial de mi modo de ver el mundo.

En fin, como se ve este es un post medio autobiográfico. En realidad no porque mi biografía tenga alguna relevancia, sino porque la única manera que encuentro para rendirle tributo a Silvio Rodríguez es desde mi misma experiencia. Sucede lo mismo con los demás autores y personas mencionadas. Finalmente, la configuración de un imaginario no es nunca algo abstracto: siempre es el imaginario de alguien y para hablarles un poquito de Silvio tenía que hablarles un tanto de mi propia historia con él.

Para cerrar estas ideas, creo que una anécdota que recuerdo con particular cariño puede ser valiosa. Cuando conocí a Gustavo Gutiérrez en julio del 2008 conversamos más de una vez, pero recuerdo algunas cosas con particular intensidad. Recuerdo que cuando me dirigía a mi habitación a recoger alguna cosa para una charla que él se disponía a iniciar en breve, me crucé con él en los pasillos, tenía mi Teología de la liberación en la mano. Gustavo me hizo algún comentario sobre el libro, seguramente bordeando el límite entre el cariño y el humor, muy fiel a su estilo. No recuerdo bien lo que me dijo, pero recuerdo que, entre otras cosas, le respondí literalmente: “este libro cambió mi vida”. Gustavo, ágil de mente y aleccionador, como siempre, me dijo: “a mí también”. Nos reímos juntos  y cada uno retomó su camino. Así pues, como sugiere lo que les cuento, Silvio, Gustavo, José María, la CVR, la PUCP y muchas otras personas, textos e instituciones cambiaron mi vida y seguro que la de más de uno; pero, precisamente, para que tales cambios fueran posibles, tuvieron que provenir de personas y situaciones tan genuinas y originarias como para dar cabida a esas grandes transformaciones. Mi tributo y eterno agradecimiento a todos y todas ellas.


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