Lo comenté hace un tiempo y cada vez estoy más convencido. Hay en esto de escribir de tebeos un problema que nace, creo, de forma casi inconsciente a medida que uno va curtiéndose en lecturas. Poco a poco, es imposible no tener cierta sensación de déjà vu casi continua, de cansancio. Perdemos la capacidad de sorpresa y cada vez, espoleados por una nostalgia mal entendida de aquélla, buscamos más la filigrana última, la pirueta narrativa más compleja y arriesgada. Le exigimos al autor que no sólo sea capaz de contar la historia que quiere contar, sino que además lo haga imbuido de espíritu de renovación formal extrema.
Y no.
Por supuesto que es necesario, loable y atractivo que exista esa búsqueda constante de un nuevo paso adelante, de esos Ware, Clowes, Ruppert y Mulot o Baudoin que rompen esquemas a cada paso. Pero no debemos caer en la tentación de exigir esa capacidad como único criterio de calidad y como única posible escapatoria a nuestro crónico tedio lector. De vez en cuando es de lo más saludable intentar quitarse unas cuantas arrobas de sesudos planteamientos y disfrutar de una lectura que sólo tenga como ambición proporcionar un buen rato de entretenimiento. Y lo bien que viene, porque uno se desintoxica, le da el aire y recuerda que el tebeo es todo eso, desde ese buen rato de entretenimiento hasta ese apasionante reto mental gordiano. Lo que en el fondo sólo hace que se sienta más y más admiración y devoción por este noveno arte que tanto amamos.
Al caso, que me he tomado el Simbad de Arleston, Alwett y Alary cual jarabe contra los excesos de la experimentación sin control y me ha venido de perlas. Ojo, que jugaba con red, porque Arleston es una especie de Ken Follet de esto de los tebeos, es decir, avispado escritor de fórmula –miren ustedes si no el Lanfeust y sus cien mil hijos- , al que se le ven las hechuras por todas partes, pero que firma obras muy legibles y que suelen ser de lectura adictiva. Ya se sabe: un poquito de aventura, un poco de humor, una tetita por aquí, unas gotitas de tensión sexual no resuelta por allá… Minuciosamente medido con química precisión y mejunje acabado. Vale, es artificial cual gominola, se pega a las arterias (neuronas en este caso) peligrosamente hasta dejarlas obstruidas si abusamos, pero buenas están un rato. Si a eso se le añade un dibujante tan eficaz como Pierre Alary, con ese estilo tan dinámico de la animación disneyniana -aunque algo tosco y confuso a veces en lo narrativo-, pues el resultado es que la gominola, además, es bonita. Ingredientes perfectos a los que se une mi querencia por los cuentos de las Mil y Una Noches, en especial los de Simbad (personaje al que siempre he admirado, tanto en su maravillosa versión Harryhausen como en la más psicotrónica de Hannah-Barbera, que a poco me dejo yo el hígado apretándome el cinturón cuando era nano… pero ésa es otra historia), que Arleston mezcla con soltura y algo de agradable descaro herético. ¿El resultado? Pues un buen rato de lectura entretenidísima. Nada más. Y nada menos. (2-)
Enlaces:
Entrevista a Pierre Alary