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Simón de la librería

Publicado el 19 marzo 2011 por Papá Pingüino
El hombre viene todos los días. Por la mañana y por la tarde. Sin descanso. Como si fuese su trabajo. Ronda los 70, es alto, delgado y de calvicie incipiente. Tiene pinta de sabio ermitaño. De hecho lo llamamos "el filósofo" porque el primer día que vino nos entregó un folio fotocopiado con sus  preceptos existenciales. Grandes reflexiones vitales que no leímos. Nos dijo: lean esto, por favor, y dénselo a sus jefes. Hicimos lo segundo, previa mirada de reconocimiento que nos hizo llegar a una clara conclusión: es un friki. A la semana, nos había dado copias para los jefes de la librería, de la cadena y del grupo empresarial al que pertenecemos. Que nadie se quedase sin reflexionar.
Simón de la librería
Alrededor de las 10:30 (o de las 17.30 si es por la tarde) aparece con su maletín. No sé qué tendrá en él; sus fotocopias, supongo; o quizás parte de un cadáver. A saber. Te saluda con la cabeza y sube las escaleras. A mí me da un poco de pena porque está claro que anda como una regadera, aunque si no abre la boca pasa por persona (más o menos) normal. La cuestión es que la abre y ya no la suele cerrar en un tiempo que para el que lo padece suele equivaler aproximadamente a una eternidad. El otro día se acercó al mostrador. Iluso de mí, pensando que quería preguntar algo, le saludé con un escueto "hola", lo que supuso el gong de salida para una diatriba infernal acerca del ser humano y el mundo capitalista. "Se están perdiendo los usos sociales", me dice como contestación a mi saludo (que él identifica como un gran gesto de educación por mi parte. ¡Viva los usos sociales!), a lo que le sigue un largo bla, bla, bla, que se extiende peligrosamente en el tiempo hasta afectar a un pobre infeliz que lo único que quería era pagar un libro, y que acaba mirándome con la cara de desesperación de un  perro que han dejado abandonado en una carretera comarcal. Yo hice lo que pude, lo prometo, pero intentar interrumpir su discurso es igual de difícil y peligroso que querer parar una rueda que da vueltas a toda velocidad metiendo un palo entre sus radios.
El tío no nos molesta. Sube al piso de arriba, se sienta en una mesa, ojea libros, y cada vez que puede turra al pringao de turno que tenga la mala suerte de pasar por ahí. Pero claro, eso es una molestia en sí misma. Si la gente empieza a asociar nuestra librería con el filósofo ermitaño en vez de, por ejemplo, con libreros inteligentes y atractivos como podría ser yo, el negocio se nos va a pique. No es que sea el fin del mundo, pero estoy convencido que antes o después tendremos que decirle cordialmente que se vaya a tocar los cojones a otro sitio. Y no sé, considerarme un cagaina, pero este tío parece el típico chiflado que nos maldecirá en plan Jacques de Molay o que vendrá con una escopeta a matarnos a todos, como en Columbine. Pero lo peor no es éso. Lo peor es que cuando ya no esté, lo echaremos de menos. Es nuestro Simón de la librería.

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