Todos sabemos lo que es estar enfermos. Quizás algunos hayan tenido la suerte de no tener que enfrentarse a dolencias graves suyas o de sus familiares pero, en todo caso, habrán experimentado el dolor ajeno de un ser querido. Se buscan todas las soluciones posibles, se patea de impotencia, se clama a los dioses conocidos y por conocer y se buscan recursos económicos de debajo de las piedras si es necesario. El pasado martes, El País publicaba la historia de Adam, un bebé marroquí de 14 meses que padece una grave dolencia. Sus padres lo trasladaron a Ceuta y ahora luchan porque sea tratado en la península.
Las autoridades ceutíes quieren llevar el caso con discreción por miedo a un efecto llamada a nuestro país de enfermos extranjeros. En frío entiendo que no hay sistema sanitario que soporte un avalancha de pacientes de todo el mundo pero, en caliente, entiendo que no hay argumentos válidos para dar un no por respuesta. Basta imaginar que ese niño es nuestro, que somos sus padres, abuelos, hermanos, primos, tíos o amigos. Y entonces cerrarle las fronteras se hace imposible.