Es muy difícil ver la sabiduría del Padre Eterno, entre tanta calamidad y sufrimiento…
Imre Kertész
Hay heridas que no sanan nunca, aquellas que ni haciendo el mayor de los esfuerzos logran borrarse del pensamiento. Es como si el alma fuera un jarrón chino que una vez roto y remendado, siempre sabrás por dónde fue pegado. Así la infamia, así la mayor atrocidad cometida en la historia de la humanidad: el holocausto.
Ese abominable hecho representado hasta la saciedad tanto en el cine como en la literatura, siempre nos recuerda la fragilidad humana y su terrible perversión; la luz y la oscuridad como elementos que inevitablemente se corresponden. Este libro es así, duro, conmovedor: está la luz de ese adolescente protagonista cuyo número (y nombre) es el 64.921, quien ironiza todo lo malo que lo rodea hasta el punto de la ingenuidad; y está la sombra, lo oscuro, la nada: la barbarie del hombre, el hambre inaguantable, las torturas, la cámara de gas y otras atrocidades.
Sorprende cómo el personaje a medida que se va hundiendo en las penumbras de los campos de concentración, pasando por Auschwitz-Birkenau hasta llegar a Buchenwald, mantiene la esperanza de vida y una sonrisa en el rostro, lo cual se invierte hacia el final –lo cual es más que obvio–,pero de una manera inesperada. No podía ser de otra manera y aquí el tema de la libertad y el destino cobran el justo valor.
La presencia de las chimeneas como símbolo irrenunciable a la muerte, marca la lectura de angustia y desesperación: “Dos de ellas desprendían humo como la nuestra”, dice el personaje principal. No obstante, aquello era algo que estaba mimetizado con el paisaje que rodeaba el campo de exterminio, y si estaban en funcionamiento, era por acabar con una extraña epidemia que azotaba aquel “bosquecillo”. Luego la realidad llegó con fuerza ineludible y el 64.921, tuvo que aprender sobre la marcha que estaba en un “vernichtungslager”, un campo de exterminio, y “así me di cuenta de que hasta en Auschwitz uno puede aburrirse”, dice. Pero también comenta que “a veces me bastaba incluso con ver comer a los otros” para paliar el hambre inagotable y enfrentar el estrago al que el cuerpo se sumía: “Si en una situación normal hacen falta cincuenta o sesenta años para envejecer, en el campo bastaron tres meses para que mi cuerpo me abandonara”.
Sin destino es un texto que narra la historia de un adolescente que ve truncado su porvenir ante la maldad y desmesura de los nazis. No hay tregua para la tranquilidad a medida que se avanza en la lectura, salvo en aquellas reflexiones que el personaje hace camufladas bajo la propia experiencia de kertész. Momentos duros en el texto abren esa herida que la humanidad lleva consigo y que más allá de la religión a la cual se pertenezca, no tuvo ni tendrá ninguna justificación.
Imre Kertész tardó trece años en escribir Sin destino, y como era de esperarse a considerar los duros episodios de los cuales fue protagonista (la persecución nazi y luego la estalinista), el libro fue rechazado en su primer intento de publicación. Sin duda un texto que deja huella en el lector, aquellos editores negados a imprimirlo, ya lo presentían.
“En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza –porque aún siendo absurdo, era muy persistente–, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso”.