Han pasado meses desde que decidí dejar la inseguridad y empezar a editarme, a reescribirme, a pensarme. Han pasado meses desde que decidí que un Word en blanco no era tan escalofriante ni tan imponente que es sólo una pantalla, un teclado, unos dedos y una persona tan real y humana delante del fragmento blanco que, de tan común, resulta intrigante. Después de tantas y tantas reflexiones, enfados, indignaciones, frustraciones y miles de titubeos, me doy cuenta de que sigo siendo la misma descentrada, terca y soñadora que escribió el primer texto. Han pasado los meses y afirmo que mis quejas toman forma, toman conciencia, toman cuerpo palpable y tan visible que ya no puedo decir que lo esencial es invisible a los ojos; todo es tangible y en mis pupilas se desmarcan las sonrisas, las miradas, las hojas caer, los odios, los amores, las amistades y los parpadeos del muñequito verde titilando sin tregua anunciando que el semáforo cambiará a rojo. Pasa el tiempo y la sangre circula por mis venas dejando huella en mi recuerdo, en mis entrañas, en mi sien y en la yema de mis dedos. Las arrugas se profundizan y las risas toma colores antes inimaginables capaces de ser estridentes y sobreponerse a cualquier lágrima, a cualquier discusión, a mí. Segundo a segundo me materializo en una constante ebullición de pensamientos seguros, ciertos, fiables, pintados y delimitados por el mismísimo tiempo que antes era mi enemigo y ahora es mi aliado, tan cercano y afable, tan implacable y contundente que me exige compromiso, madurez y espacio. Han pasado meses desde mi primer texto y es ahora cuando experimento la agradable sensación de los dedos rozando las teclas sin censura, sin control, sin límite ni filtros. Sólo yo conmigo misma, con un pensamiento vago e insistente que se clava en mis sesos deseando ser engendrado y dado a luz en forma de pretextos válidos para generar un nuevo capítulo en un lunes tan vivo, eficaz y sensato como un miércoles, un jueves o un deseado domingo. El tiempo ya no es mi enemigo, me planto ante él, lo miro a los ojos, le sonrío y lo invito a bailar conmigo a mi ritmo, a mi paso, a mi tempo.
Ni el tiempo, ni la inseguridad, ni el Word en blanco, ni las hojas caídas de un otoño, ni mi color marrón, ni sus excusas baratas. Sólo yo, el teclado, las ganas, la fe, la esperanza, la ilusión y la certeza de que algún día seré algo más que una persona frente a un teclado.