Cuando camina por la calle, rodea con gracia las rejas del suelo. No quiere pisar los conductos de refrigeración. Me dice que me quiere, tímido. No se atreve a gritarlo muy alto. Me viene a ver sonriente siempre. Tiene una mente privilegiada.
No le gusta la verdura, pero sí el helado. Tiene amigos que le quieren mucho. De adolescente, se le murió el padre y dice que no le afectó. No se llevaban. Se disculpa el último día que le veo, “por ser rarito”, me dice. Y se me rompe el corazón, tengo ganas de vomitar.
No se mete en el agua muy fría, le tiene miedo a las alturas, me hace reír mucho. Todas las anécdotas del viaje son gracias a él. Atrae que le pasen cosas, como dice Natalia de mí. Le multan cada dos semanas. Me escucha cuando me pongo negativa, ahora me siento sola. Siempre pide arroz en los restaurantes. Tenemos la misma contraseña para desbloquear el ordenador. Le escribí una lista de motivos por los que le quería, nunca se la enseñé. Es la primera persona a la que le digo las buenas noticias.
Agua para los infartos, mi goma de pelo en su mesita de noche, las cartas a las que jugamos mientras se hace la cena, la sudadera que le robé y sigue en mi armario, abrazarlo al despertar. Me trae el plato de carne en salsa al sofá, me compra croissants para desayunar, me dice que es más feliz desde que está conmigo. Le digo que me alegro mucho de haberle conocido.
Me dice que ha mejorado con la comunicación y eso es cierto. Tengo ganas de abrazarle. Le veo tumbado en mi colchón, la cabeza apoyada en la almohada, se ha quitado las gafas. Y me dan ganas de besar esos mofletes. Me dan ganas de protegerle toda la vida, protegerle de mí misma también. Me abraza y se va sin llorar. Siempre tan pragmático. Hasta pronto.