Por: Manuel García
Durante años he escrito varios textos sobre la poesía de José Luis Zerón. En este momento, tengo el compromiso moral de compañero y de discípulo para reflexionar sobre algunos puntos de su último poemario, Sin lugar seguro. Considero que sus dos libros anteriores (Ante el umbral y El vuelo en la jaula) son poemarios de una significación formal y de una profundidad temática incuestionables y no sé si superables.
En este último, publicado por Germanía, no renuncia al símbolo ni tampoco a esa explícita forma de composición, pues el contenido se nutre de un oficio chamánico cuando el paisaje es cosa y utensilio para la escritura, purgación de continuos interrogantes que nos afligen con el paso de los años. Y no queda otro mundo que el del incierto avance de los procesos metamórficos que la naturaleza inexorablemente nos entrega y que prenden en las metáforas de su lenguaje personal, cada vez más. Cierto es que muchas reseñas de ese poemario han referido la importancia de la casa como un símbolo en torno a la nostalgia, a la pérdida de la infancia, como un símbolo elegiaco que sucumbe con los desaciertos del presente y desde donde los poemas surgen como resarcimiento de ese tiempo perdido.
En la poesía de José Luis Zerón, sin embargo, hay varias constantes implícitas que describen la madurez de una voz que sigue indagando en la incertidumbre de aquello que no se explica con la racionalidad del lenguaje. Por tanto, no se puede explicar su escritura con esquemas tan simplistas. Sin lugar seguro se escribe desde el convencimiento de que el símbolo es la expresión de una identidad única, consagrada a la búsqueda, dentro de una sociedad que prefiere la apariencia y el fingimiento a la sobrecogedora realidad.
Por esa razón, cada poema tiene una estructura salmódica que recupera la intensidad de la palabra como escrutadora del más allá de lo que observamos y recordamos. Muchos amigos y críticos han escrito sobre Sin lugar seguro a partir de su estructura y su temática. Sé que José Luis Zerón ha escrito un poemario maduro, denso y escrupuloso, pero este poemario es una huida, porque nuestro creador estaba aproximándose en Ante el umbral a unos terrenos místicos, donde se reflexionaba sobre el propio lenguaje para sugerir, y esa tentativa, atrayente e hipnótica, no existe en Sin lugar seguro, aunque persiste lo simbólico, la sugerencia, pero la realidad es tangible, material, terrosa, dominada por el adjetivo, por el accidente, lejos de ese tratamiento profundo sobre el origen de la poesía, de la palabra como transfiguradora de una realidad que engañosamente percibimos.
No obstante, el poemario conserva esa puridad que caracteriza a la poesía de Zerón: los paisajes nocturnos, las fragancias, lo telúrico, la destrucción dentro de la fluencia de la vida, lo embrionario. Esa puridad está y es brillante, hasta el punto de convertirse en impronta, solo asumible desde el celo de su escritura, inimitable, y que nos interroga a solas:
“¿Se puede escoger entre la palabra
aún no dicha y el lenguaje del subsuelo?
Dondequiera que vayas iré yo,
lumbre que hurgas con paciencia de cirujano
en la niebla que enturbia y seca.
Seguiré la ruta que trazas contra la ruina del paisaje
y se la mostraré a mi descendencia”.