Revista Sociedad

Sin música, la vida sería un error

Publicado el 23 enero 2016 por María Mayayo Vives
Existe, de lunes a viernes, un primer momento mágico del día que discurre por el mismo trayecto que une mi domicilio con el lugar en el que trabajo. En los meses de invierno, sucede durante esos pocos minutos en que el amanecer rompe y rasga y nos desabrocha las legañas en el extrarradio. A esa hora, sólo los amantes de los perros despeinan las aceras con la desgana que imprime esa condensación del aire que lleva puesto encima el frío de toda la noche. Entonces, me subo al coche y calculo el viaje hasta la oficina en seis canciones exactamente.
Me gusta escuchar música cuando me desplazo porque así parece que la soledad es menos. Y porque una melodía de Enya, la voz de Luis Miguel o las letras de Sabina siempre adornan el silencio y la ausencia de compañía. Cuando alcanzo el primer semáforo, un par de personas envueltas en los embozos a los que obliga la mañana esperan el autobús conectadas mediante cables a alguna suerte de invento tecnológico que les suministra su propia ración de polifonía. Suele coincidir con el momento en que la primera pieza que yo voy escuchando se envalentona con su crescendo inicial y el día comienza a tomar forma. Supongo que ninguno nos preguntamos qué estarán escuchando los demás porque la música es un ejercicio tan personal y tan absorbente que no deja lugar para otro. Al ritmo de la segunda composición, giro a la izquierda y enfilo el vial del parque con toda la energía cargada ya sobre el pie derecho y, a partir de allí, dejó que sea la armonía del disco la que cartografíe el camino sin atender a lo que sucede más allá del cristal.
La música es siempre un placer y mi única compañera de viaje cinco días a la semana e incluso seis si se me llega a atragantar la tarde del domingo. Creó que fue Nietsche quien dijo una vez que, sin música, la vida sólo sería un error. Yo no sé si sería un error, pero sí sé que sería un espacio mucho más sordo, como envasado al vacío, y más triste, mucho más triste. La música se tuvo que inventar por una necesidad básica de canalizar y despertar emociones. Porque necesitamos decir y necesitamos que sientan como sentimos. Necesitamos recordar y ser recordados. Y no hay piedra que afile la nostalgia como una de esas canciones de toda la vida que se escucha siempre como la primera vez.
Sin embargo, entre todas las piezas que sonorizarán nuestras existencias, hay tres himnos que nunca más sonarán a nuevo, que se nos pegaron al subconsciente como las pelusas a un abrigo negro: el himno de España, la música del telediario y la melodía del PP. En cuanto se escucha el primer acorde, el cerebro sigue solo. Son obras cumbre de la historia del solfeo español tatuadas en nuestra memoria por méritos propios. Y, si el himno patrio es el viento que moviliza corazones a conseguir grandes hazañas, los acordes que soplan desde Génova traen un fondo electrizante a la altura del Imagine de John Lennon que enamora. En cierta ocasión, el padre de la partitura del PP reveló el secreto de su éxito confesando en una entrevista que había concebido la composición para que pudiera ser interpretada por un sólo instrumento. No como la del PSOE que, para que suene bien, tienen que meter la mano varios. Es por eso que a una le cuesta aceptar que un partido político que tiene joyas como su himno haya caído en errores como el de suprimir la música de la enseñanza. Eso que hace que la vida no sea un error. Pero maestros tiene la iglesia que los melómanos nunca llegaremos a entender.
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