¿Quién o qué define cuándo alguien puede ser considerado un escritor?
¿El público, las editoriales, la crítica, el mundo académico? Autores,
editores y docentes opinan sobre el tema.
“Dicen que soy un gran escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero
no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán
fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a la
vez.” (Jorge Luis Borges).
La frase instala en el campo de las no-certezas la siguiente
cuestión: ¿Qué define quién es un escritor? ¿La aceptación de las
editoriales, los lectores, la crítica? ¿El reconocimiento de los
colegas, las universidades, las instituciones, los premios literarios?
¿O es la calidad de la obra y su permanencia en el tiempo lo que
convierte a alguien que escribe en un “escritor” con mayúsculas?
Por vocación, por oficio o por afán de figuración, muchísima gente
quiere escribir y muchos lo consiguen. Basta con entrar en una librería
para darse cuenta. En la mesa de novedades, las filas de libros son
infinitas. Y las promesas de las contratapas sobre la calidad de la
obra, también. Todos los meses, las editoriales publican libros como si
fuesen periódicos, y es sabido que en Argentina los talleres literarios y
los cursos sobre literatura tienen un público nutrido. Pero no
cualquiera, aunque tenga algún texto publicado, es un escritor.
Hay contraejemplos para todas las apuestas. ¿Es escritor quien
escribió muchos libros? El mexicano Juan Rulfo alcanzó renombre con sólo
dos: Pedro Páramo y El llano en llamas. El checo Franz Kafka publicó
unas pocas obras, y el resto –incluyendo trabajos incompletos– fueron
publicados por su amigo Max Brod, quien decidió ignorar los deseos del
autor de que sus manuscritos fueran destruidos luego de su muerte. ¿Es
escritor quien consigue que una editorial lo acepte y no quien se
autopublica? Borges pagó la edición de su primera obra, y también Marcel
Proust, por dar dos ejemplos fundamentales.
La polémica sobre quién puede ser definido como autor adquirió
actualidad cuando se aprobó en Buenos Aires, en 2009, la pensión para el
escritor. Entre muchos otros requisitos, figura que –para acceder al
beneficio– hace falta haber publicado más de cinco libros, pero que no
hayan sido ediciones pagadas por el propio autor.
Para el narrador Abelardo Castillo “ser escritor no es publicar, no
es tener éxito ni ninguna de esas cosas. Kafka no se sentía escritor,
Virgilio quería quemar La Eneida y la poeta Emily Dickinson no publicó
nunca (su obra es póstuma). Los lectores y, sobre todo, el tiempo son
los que deciden; pero a veces hay una convicción profunda de algunas
personas que les hacen decir soy un escritor. Entonces, es también una
decisión personal, sólo que esa decisión personal no siempre basta”.
En diálogo con Ñ, Castillo agrega: “La palabra profesional no existe
en la literatura. Un escritor profesional es un artesano aplicado, que
puede escribir casi sobre cualquier cosa. Un escritor, un poeta, es
cualquier cosa menos un profesional, a menos que le demos a la palabra
profesión su antiguo valor etimológico, el de profesar. Como se profesa
una idea, una fe religiosa. Lo otro es más o menos como pensar que
alguien que estudió filosofía es un filósofo. Yo me considero un
perfecto amateur en literatura”.
“Hace poco –señala Castillo– una nota de Juan Forn me recordó algo
que había olvidado. En Rusia, en un juicio contra el poeta Brodsky, el
fiscal le preguntó: ¿A usted quién lo autorizó a decirse poeta?, Brodsky
le contestó: ¿Y a usted quién lo autorizó a llamarse hombre? En
realidad, uno se siente poeta o se siente escritor, y eso, en efecto, lo
decide uno mismo, pero siempre hay un contexto externo que te hace
escritor”.
Claudia Piñeiro, ganadora del premio Clarín de novela, recuerda una
anécdota referida a este interrogante. “En la presentación de un libro
mío, un hombre de unos cincuenta años me dijo: ‘compré su novela’, y yo
le dije ‘espero que aparte de comprarla, la lea’. Entonces me contó que
era la segunda novela que iba a leer en su vida, pero que ya llevaba
diez escritas. A mí eso me impresionó bastante”.
“Por mi parte –agrega Piñeiro– me sentí escritora con el primer libro
publicado, que quedó finalista en España. Un amigo me mandó una foto
del libro en El Corte Inglés y pensé: por ahí yo voy para ese lado, el
de ser escritora”.
Guillermo Martínez, autor de Crímenes imperceptibles, señala que “en
mi caso, siempre pensé que un escritor es alguien con cierto volumen de
obra escrita. Me prometí considerarme escritor cuando tuviera diez
libros escritos, algo que recién cumplí este año. Pero desde siempre
sentí que escribir era una parte de mi vida, la parte a la que
finalmente fui más consecuente. Ahora bien, más allá de esta acepción
‘democrática’, en los círculos literarios la palabra se usa como
contraseña para distinguir niveles. Por ejemplo, en la expresión ‘Te
puede gustar o no, pero es un escritor’.
Aquí, ‘escritor’ reconoce a quien tiene, además de libros publicados,
algo nuevo o interesante para decir, algo personal, un mundo propio,
que sobresale y se reconoce de algún modo. Entre estos dos extremos
están todas las gradaciones posibles”.
Martínez pone como ejemplo el caso de su padre que “nunca publicó en
su vida y dejó una obra escrita apabullante”. Y resalta que “Borges fue
ignorado por nuestras facultades hasta 1965 y atacado durante muchos
años más”. También se pregunta: “¿Es necesario tener el reconocimiento
de lectores? No: Di Benedetto y su obra tanto tiempo no leída. ¿Es
necesario haber sido publicado por un editor? No: otra vez Borges y
tantos otros, que se publicaron a sí mismos el primer libro. ¿Tener
alguna formación en particular? No: hay ejemplos de todos los oficios y
Ricardo Piglia, famosamente, porque quería ser escritor, eludió la
carrera de Letras”.
Sobre el momento en que se sintió escritor, Castillo recuerda que fue
“primero, a los 22 años, cuando escribí El otro Judas. Sentí que la
literatura me había elegido a mí y yo había elegido la literatura. Asumí
que debía ser escritor o nada. El otro momento, un poco más cómico, fue
en la Feria del Libro, en un stand de la editorial Galerna. Yo estaba
ahí, conversando con Alonso o con Hugo Levín, y de golpe vi que un chico
se estaba robando un libro. Y entonces me acomodé para que no lo viera,
y el chico se robó el libro. Cuando se iba vi que era un libro mío. En
ese momento, yo tenía más o menos 50 años. Pensé; ‘soy un escritor’”.
Para Damián Tabarovsky, escritor y editor, el interrogante aparece,
por ejemplo, en un viaje. “¿Qué ponemos en el papel de Migraciones? Yo
nunca pude poner ‘escritor’. ¿Por qué? ¿Porque no vivo de la literatura?
No, no es eso. Pongo ‘sociólogo’, que es mi título, pero jamás lo
ejercí. O sea que tampoco vivo de eso. No pongo ‘escritor’ porque me da
pudor”.
“Está la frase de Osvaldo Lamborghini –comenta a Ñ– que dice:
‘Primero publicar y después escribir’, lo que significa que el escritor
tiene que crear su propio mito. Pero yo creo que esa frase hizo
estragos, que hay que escribir más y publicar menos.”
Con la mirada en el texto
En un libro que publicará en marzo sobre el sentido de la lectura, la
escritora Angela Pradelli señala que: “según el lingüista francés
Roland Barthes, estamos acostumbrados a interesarnos por los autores, a
valorarlos, incluso a sobrevalorarlos a veces, a pensarlos como dueños
de sus obras y es esta propiedad la que le da a los escritores
determinados privilegios. ‘Lo que se trata de establecer, afirma
Barthes, es siempre lo que el autor ha querido decir, y en ningún caso
lo que el lector entiende’. Son posturas que reclaman para el autor una
ubicación por encima del lector. Habría que pensar sin embargo en que el
autor haga silencio y que hable su texto, que el autor lo deje decir. Y
también, que el autor permita que el lector busque en sí mismo cómo,
con qué herramientas leer y descifrar”.
“Michel Foucault –agrega Pradelli– al analizar la función autor,
imagina una sociedad en la que los discursos, todos, ya no tendrían que
dar cuenta de sus autores y se desarrollarían en lo que él llama el
anonimato del susurro. ‘Ya no se oirían las preguntas por tanto tiempo
repetidas: ¿Quién ha hablado realmente? ¿Es en verdad él y nadie más?
¿Con qué autenticidad o qué originalidad? ¿Y ha expresado lo más
profundo de sí mismo en su discurso? Si no otras como éstas: ¿Cuáles son
los modos de existencia de ese discurso? ¿Desde dónde se ha sostenido,
cómo puede circular y quién puede apropiárselo? (…) Y detrás de todas
estas preguntas no se oiría más que el ruido de una indiferencia: Qué
importa quién habla’.”
Es imposible soslayar este aspecto del excesivo acento que el mundo
cultural pone en la figura del escritor. Y sobran ejemplos de los mitos
construidos alrededor de ciertos autores. Como es el caso de J. D.
Salinger, que hizo de su autorreclusión por décadas un mito con tanta
difusión como su obra.
En su autobiografía Las palabras, Jean Paul Sartre se refiere a su
tarea de escritor. “Es mi costumbre y además es mi oficio. Durante mucho
tiempo tomé la pluma como una espada; ahora conozco nuestra impotencia.
No importa, hago, haré libros; hacen falta; aún así sirven. La cultura
no salva nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre:
el hombre se proyecta en ella, se reconoce; sólo le ofrece su imagen
este espejo crítico”.
Pero volviendo a la idea de definir quién es escritor, es interesante
la opinión de Mercedes Güiraldes, editora de Emecé, quien señala: “No
es escritor todo aquel que publica, ni todo aquel que publica y vende
poco o mucho, ni tampoco aquel que escribe y no publica. Para saber qué
es un escritor habría que empezar por preguntarse qué es lo contrario de
un escritor. ¿Un no-escritor? ¿Un escritor malo?”.
“Existe la buena literatura y existe la mala literatura. ¿Quién
diferencia una de otra? Una combinación de actores, que van desde la
crítica y el público lector, hasta ese gran juez que es el tiempo. Pero
tampoco creo que todo lo que pervive en el tiempo sea más valioso que lo
que parece olvidado. ¿Quién lee hoy a Mujica Lainez? ¿A Balzac? ¿A
Juana Manuela Gorriti? El hecho de que no sean leídos, o lo sean muy
poco, ¿los pone del lado de los malos escritores? Y si eso vale para los
escritores pasados, de algún modo vale para los futuros. De esa masa
indiferenciada de escritores que todavía no se abrieron camino a la
publicación, algunos lo lograrán y otros no. El tiempo dirá”, agrega
Güiraldes.
* Reportaje de Culturamas. Para verlo completo, pinchar aquí.