Revista Cultura y Ocio

Sin papeles – @anapsicopoet

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Solo, Mamadou, Lancine, Abdoul, Antoine… Son los nombres de algunas de las personas a las que me dediqué voluntariamente durante más de un año. Diferentes nacionalidades del continente africano, diferentes historias, pero todos ellos refugiados en nuestro país; alias: SIN PAPELES. Fui su profesora de castellano, su orientadora profesional y su psicóloga, esto último solo para mujeres refugiadas, el sexo masculino era muy reticente a abrirse emocionalmente. Empezamos mal, la diferencia cultural era una barrera. En las clases de castellano, el cien por cien de los alumnos eran hombres (en su mayoría musulmanes, pero también cristianos, de habla francesa o inglesa), y su profesora, yo, una mujer. Algunos me respetaban, otros intentaban poner a prueba mi valía, y otros simplemente hacían lo que les daba la gana. Pero al tercer día el aula estaba bajo control. Pasadas dos semanas, cuando todo iba rodado, un hecho inesperado para mí: ramadán. Más de la mitad de los alumnos musulmanes venían casi al finalizar la clase; se levantaban más tarde para aguantar mejor el ayuno. Todos tenían una preocupación en común, conseguir la residencia. Si volvían a sus países de origen, muchos de ellos serían ejecutados por sus gobiernos. La mayoría había llegado a las costas canarias en patera. Si los deportaban, me aseguraban que volverían a huir, pero esta vez quizá no llegasen, como muchos otros compañeros de viaje. Nunca he sentido el enriquecimiento personal, la satisfacción y a la vez la impotencia y preocupación como cuando les dejaba cada día y volvía a casa. Tenía la sensación de que por mucho que hiciese, sus vidas estaban hipotecadas.
Un ejemplo de tantos es Antoine, un camerunés cuya eterna sonrisa jamás haría pensar la mochila que cargaba a sus espaldas. Había tardado meses en llegar a las costas españolas desde que salió de Camerún. En su barrio comenzaron a desaparecer niños. Salían a jugar a la calle y no regresaban. A sus oídos llegó una información: el ejército los estaba reclutando. Antoine comenzó a organizarse y con ayuda de las familias imprimieron octavillas denunciando los hechos y llamando a la movilización del pueblo. Llegó a liderar una manifestación en defensa de estos niños, a pesar de los riesgos que corría. Su padre, único familiar con vida que tenía, le avisaba a diario de los peligros que suponía hacer lo que él estaba haciendo, pero decidió seguir con la causa. Una tarde llegó a la casa que compartía con su padre y se encontró los cristales de las ventanas rotos, la fachada llena de pintadas con amenazas y la casa por dentro destrozada. Su padre le explicó que habían ido a buscarle y que querían matarle, volverían al día siguiente. Esa misma noche huyó con una mochila. Durante el trayecto fue escondido por unas monjas en una iglesia, donde acudió a pedir ayuda para comer. Vivió casi un mes en un campo nigeriano cercano a la frontera donde otros refugiados se escondían hasta poder saltar al país vecino. Lo intentó una primera vez y fue devuelto, afortunadamente a territorio nigeriano. Días después, en un segundo intento, consiguió pasar, pero a un compañero que conoció en el camino de huida, le dispararon y murió en su presencia. Así pasó meses hasta llegar a las Islas Canarias, donde durante un tiempo le dieron cobijo y comida. Llegaba la hora del traslado. Antoine quería ir a Madrid, pero por su carácter e inocencia, decidieron que antes de la capital, debía estar en una ciudad más pequeña, y así fue como llegó a Mérida, donde nos conocimos.
El día que me fui de allí, lo hice con la sensación de dejarles desamparados. Me fui a vivir a Almería, donde unos días después recibí una llamada; era Lancine, uno de mis alumnos de castellano. Solo me llamaba para decirme que me quería, que en todo el tiempo en España nadie le había ayudado tanto como yo y que me echaban mucho de menos en Mérida. Por primera vez sentí satisfacción de saber que el esfuerzo había servido para algo. Mantuvimos el contacto algún tiempo y luego nos perdimos la pista durante años. En ese tiempo llevé una vida muy itinerante, hasta acabar en Madrid hace cuatro años. Un día de verano del año pasado me encontré a Lancine en las escaleras mecánicas de la parada de metro Franco Rodríguez (la vida y sus trucos…) Ahora trabaja en una ortopedia, tiene sus papeles en regla, está feliz y habla castellano mejor que yo.
Esta es mi experiencia, a quien la lea recordarle que las personas no demandan asilo por capricho, que se pregunten si ellos abandonarían sus vidas, si la pondrían en riesgo en un camino incierto a cambio de no saber qué te espera al otro lado de una frontera… Perdonadme que lo deje aquí y seque la mezcla entre recuerdos y rabia; son las lagrimas de unos ojos que al cerrarse ven demasiada miseria.

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