Necesitaba ayuda urgente, los tiempos que corrían no eran buenos. La última epidemia de peste había diezmado la población. La larga guerra que asolaba el país desde hacía ocho años y sembraba la tierra de sangre tampoco ayudaba a que las cosas fueran mejor. La escasez de manos, sobre todo jóvenes, se hacía palpable. En un año no había entrado ningún novicio en el cenobio, un lugar que normalmente solía recibir una media de diez o doce muchachos al año.
Absorto en sus pensamientos no sintió los pasos que se aproximaban. Levantó la cabeza cuando sintió la tosecilla familiar de fray Jerónimo, el sub-prior.
— Vengo a darle una alegría hermano. Le traigo dos aspirantes a novicios que según órdenes de nuestro prior serán los encargados de ayudarle en las faenas del huerto. Incluso si son despiertos le podrían echar una mano también en la botica—comentó fray Jerónimo con una sonrisa. El encorvado fraile venía escoltado por dos jovenzuelos que no llegarían aún a los trece años.
Baudelio contempló a los muchachos, eran totalmente distintos, como de la noche al día. Uno era alto y fuerte para su edad, moreno, con ojos de un color negro azabache que despedían fuego, directo y seguro de sí mismo, sin un ápice de timidez en su semblante. Tanto sus ropas como sus ademanes hacían ver claramente que aquel muchacho era de alta cuna.
El otro chico era menudo, su pelo rojo zanahoria sucio y encrespado pedía a gritos agua y jabón. Su aspecto desvencijado denotaba su baja condición social. Tímido y retraído, miró fugazmente a Baudelio, que comprobó que aquel muchacho de rostro pecoso y ojos de un azul intenso, no le era totalmente desconocido. Aquel chico era hijo de uno de los esclavos del señor de las tierras colindantes a las del monasterio.
— Fray Jerónimo, estos jóvenes me vienen como caídos del cielo, ahora mismo estaba pensando en todo el trabajo que queda por hacer y el poco tiempo disponible. Este año el invierno viene con prisa y yo ya estoy viejo para ciertos menesteres. Pero dejemos a estos mozos que se vayan conociendo mientras nosotros apuramos una copa de vino especiado con miel que le vendrá bien para su tos.
Los dos frailes penetraron en la cabaña que servía de botica y de secadero de hierbas, y los dos jóvenes se quedaron fuera mirándose con cierta desconfianza.
— Parece que ahora vamos a ser compañeros —habló el moreno—. Me llamo Roland ¿y tú?— Yo me llamo Jonás —dijo el pelirrojo con timidez.— No me gusta nada la decisión de mi padre, yo no quiero ser monje. Me gustaría ser soldado como él. No creo que dure mucho aquí entre cuatro paredes y rezos—repuso Roland; sus ojos brillaban dejando de manifiesto su juvenil rebeldía.— ¿Tu padre te ha obligado a venir aquí?— Sí, somos tres hermanos. El mayor heredará el título y las tierras. El segundo es soldado, dentro de pocos días partirá a la guerra con el Duque de Amiens. Yo soy el pequeño, y es tradición familiar que el hijo menor sea cedido a la Iglesia. ¡No quiero ser monje, yo quiero ir a la guerra y luchar! ¡Tendrías que ver lo bueno que soy con la espada! ¿Y tú? ¿Cómo has terminado aquí?— Yo no tengo a nadie, mi padre falleció hace una semana. Era uno de los esclavos del señor de las tierras de al lado. Si estoy aquí, es por la caridad de los monjes.— ¿Has entrado en el monasterio siendo más pobre que una rata? Pues a mi padre le ha costado un puñado de monedas de oro dejarme aquí.— Hace unos años, al poco de nacer yo, uno de los frailes sufrió un accidente cuando volvía de un viaje. Su caballo tropezó y cayó a las aguas. Mi padre que estaba por allí realizando unos trabajos para su amo, le salvó la vida, evitando que se ahogase en el río, y además recuperó el dinero y algunos objetos de valor que llevaba. En pago del favor, mi padre pidió al prior que si alguna vez le pasaba algo, los frailes se hiciesen cargo de mí. Él no quería que su hijo llevase la misma vida miserable que él. Mejor ser monje que tener dueño.
El invierno dio paso a la primavera, la primavera al verano, y tras el otoño volvió el invierno. Roland y Jonás durante aquel año se habían convertido en los mejores amigos. Compartían rezos, trabajo y juegos. Fray Baudelio era bueno con ellos y siempre les daba libertad para que tuviesen algún tiempo para ellos mismos.
Los muchachos estaban podando unos arbustos y de vez en cuando se gastaban bromas y jugaban entre ellos ante la mirada complacida del fraile boticario.
— ¿No le parece que esos muchachitos ya son mayores para esos retozos? —comentó a sus espaldas fray Javier, el cillerero. Este monje enjuto, de cara avinagrada, no era muy querido en la congregación. Los novicios le temían por sus severas penitencias y castigos. El resto de los hermanos tampoco soportaba su presencia, su carácter tosco, huraño y siempre husmeando el pecado ponían nerviosos al resto de la comunidad. Fray Baudelio solía evitar el trato con él. Le consideraba un perfecto moralista, un doctor en teología y muy escrupuloso a la hora de acatar los mandamientos de la Iglesia… pero le disgustaba la falta de humildad y caridad cristiana de las que hacía gala, así como ese aire frío y distante que le hacían poco propicio al trato con los demás seres humanos; de cierta forma al boticario le costaba entender la manera de ser de aquel monje seco y resentido. Fray Javier sólo adoraba la perfección y era implacable con los defectos terrenales.— Son sólo niños hermano Javier.— Sois muy condescendiente con esos muchachos, esos juegos pueden ser peligrosos. Vuestra pureza es sin duda una virtud hermano Baudelio, tantos años recluido en este pequeño monasterio no os ha dejado ver los pecados del mundo. Yo he visto de todo, y os digo que lo de esos muchachos terminará mal. El pecado de la carne no sabe de edades.— ¡Hermano! Mi conocimiento del mundo es poco, tenéis razón, pero no estoy ciego. He vivido muchos años y he visto muchas cosas. No soy tan ignorante como creéis; por eso sé qué es lo que estáis insinuando, y no me gusta. Estáis muy errado si pensáis semejante cosa de estos muchachos. Son jóvenes y están en edad de jugar y divertirse, hermano. La vida es muy dura, ya tendrán tiempo de conocer los sinsabores y las amarguras que nos depara el destino. ¡Dejad que disfruten de la inocencia de la niñez!— Veremos hermano, veremos en que termina todo esto —respondió fray Javier con una sonrisa torva y malintencionada, el único gesto más parecido a la alegría que podía surgir de aquel rostro tenebroso.
El invierno aquel año era tan duro como el anterior. Aquella noche Jonás no podía dormir; el cuerpo le temblaba bajo la raída manta. Sentía mucho frío y los dientes le castañeteaban, sin embargo, el interior de su cabeza parecía hervir a borbotones, como el puchero del potaje del hermano cocinero.
— ¿Qué te pasa Jonás? ¿Te encuentras mal? —dijo Roland a su lado, tocándole la mano que aferraba la vieja manta— ¡Dios bendito, estás helado! Hazme un hueco en el catre, te echaré por encima mi manta y me acostaré a tu lado, así podré darte calor. Si en un rato no reaccionas y sigues encontrándote mal, llamaré a fray Baudelio.
Lentamente el cuerpo de Jonás fue reaccionando y entrando en calor, su respiración se tornó más acompasada y su cuerpo se relajó quedándose dormido al poco tiempo: «Parece que está mejor, pero de todas formas mañana no le dejaré levantarse y avisaré a fray Baudelio; seguro que alguna de sus medicinas terminarán de mejorarle» —pensó Roland antes de caer también vencido por el letargo. Las jornadas en el huerto eran agotadoras, los madrugones y las distintas jornadas de rezos, les hacían aprovechar al máximo cada hora que podían robar al sueño.
Aquella semana le correspondía a fray Javier entrar en el dormitorio de los novicios y despertarles. En media hora tendrían que estar en la capilla dispuestos para los rezos de Prima. Lo que vio en el catre de Jonás le dejó mudo, los dos muchachos permanecían dormidos y abrazados. El rostro del fraile se convirtió en una máscara de ferocidad, los ojos se le salieron de las órbitas y comenzó a gritar como un loco. Sus predicciones habían resultado ciertas, la inmundicia había traspasado aquellos santos muros.
— ¡Pecado! ¡Pecado de lujuria contra natura en esta santa casa! No ha sido casualidad que sea yo el que haya descubierto esta ignominia. Dios me ha convertido en su instrumento haciéndome testigo de lo que todos pretendían ignorar. Yo seré el instrumento purificador, que devuelva la santidad a esta bendita casa y la libere de los pecados de la carne.
El fraile salió corriendo y cogió una tea cercana que iluminaba el pasillo. Una de la esquinas de la celda de los novicios servía para apilar la leña que se utilizaba en la cocina. Fray Javier poseído de una furia fanática, con los ojos inyectados en sangre y cual ángel redentor de los pecados del mundo, sin pensarlo dos veces, arrojó la tea sobre el montón de leña seca que prendió como yesca.
El fuego se propagó con mucha facilidad, varios novicios salieron corriendo de la habitación, el resto de los frailes salió de sus celdas y los más jóvenes a duras penas consiguieron detener al fraile justiciero, que poseído por la locura, pretendía arrojarse a las llamas. Todos los novicios consiguieron salir de la estancia, todos menos Roland y Jonás.
— ¡Vamos Jonás, tenemos que salir de aquí!— No puedo Roland, huye tú, estoy demasiado débil para moverme del catre.— No, no me voy sin ti amigo, te dije cuando nos conocimos que mi meta no era ser fraile, yo quería ser soldado, y un soldado nunca abandona ante el peligro.
El fuego se extinguió con mucho esfuerzo, fue una mañana muy larga donde monjes y aldeanos trabajaron duramente. A pesar de todos los esfuerzos, gran parte del edificio quedó calcinado. No consiguieron salvar el ala oeste donde se encontraban la celda de los novicios, la cocina, la bodega y el refectorio.
Fray Javier no había vuelto en sí, tan pronto deliraba entre susurros como comenzaba a gritar contra la infamia, la lujuria y el pecado.
Fray Baudelio le contemplaba, pero sus ojos no transmitían ni una pizca de piedad por aquel monstruo maniático de mirada desvaída. Él que era un dechado de bondad para aquellos que le conocían, no podía sentir lástima de aquel loco fanático que se había cobrado sin ningún miramiento la vida de dos jóvenes e inocentes muchachos: «Eran sólo dos niños sin maldad» —no dejaba de repetirse el fraile boticario. Mientras, su mente no dejaba de preguntarse en qué libro sagrado o profano estaba escrito que el amor y la amistad fuesen pecado.
***************El autobús rodaba lentamente por el camino de grava; desde sus ventanillas el grupo de turistas podía divisar un edificio.
— Señoras y señores, estas ruinas que pueden contemplar pertenecen a un monasterio edificado en el siglo XI. No nos detendremos ya que el lugar no tiene ninguna relevancia especial. Simplemente reseñar que esta pequeña construcción sufrió un incendio a mediados del siglo XIV que dejó destruida toda el ala oeste. Aunque se desconocen las causas, algunos historiadores señalan que el incendio pudo ser causa del mal tiro de las chimeneas de los fogones de la cocina. Ahora nos detendremos a comer, tienen una hora, luego seguiremos el viaje hasta la Abadía de Mont Saint Michel, donde podrán encontrar un códice antiguo que contiene una completa compilación sobre las hierbas y sus usos medicinales, remedios que han sido utilizados en épocas posteriores para tratar diversas dolencias y han sido ensalzados por muchos médicos contemporáneos. Como curiosidad les diré que ese códice fue de los pocos escritos que pudieron salvarse del incendio de esta pequeña abadía.
FIN