Revista Cultura y Ocio
Tenía un amigo que decía que veía a su alrededor mucho hijo-puta suelto. No explicaba la razón de esta visión ni los motivos de su agresividad. El sólo veía gentuza y, además, los veía de forma nítida. He de decir que este amigo, aparentemente, no tenía problemas familiares, ni era un hombre acomplejado, ni pasaba por una crisis de identidad. Tampoco era un político o un escritor, lo cual hubiese tenido su lógica. Era una persona tranquila, con hábitos regulares, que trabajaba como funcionario en una de las muchas administraciones de este país. Su horario lo cumplía con rigor y seriedad. Se podría afirmar que este personaje se correspondía con el modelo estándar del buen europeo, cabreado pero respetuoso, concienciado con el medio ambiente y la guerra de Irak, pero indiferente ante los niveles de pobreza crecientes o insolidario con la marginalidad. Un ciudadano que ejercía cada cuatro años sus derechos políticos inalienables y después se olvidaba. Mi amigo podría tipificarse como una persona negativa. Quizá fuese algo congénito. Percibía que no existían profesionales cualificados en sus puestos, que el ser humano gastaba más tiempo en aparentar lo que no era que en ser lo que era, que el mundo estaba repleto de personas absurdas, con pretensiones y vanidades. Al poco tiempo ingresaron a mi amigo en un manicomio. Según los médicos, estaba poniendo en peligro su integridad física y la de sus semejantes. Decían que tenía una disfunción psicológica fruto de un problema de infancia no superado. Cuando le visité sonreía beatíficamente y, a pesar del tratamiento, seguía viendo tipejos por todos los lados. No tenía remedio. Lo grave es que, a la salida del hospital, yo también comencé a percibir su mismo mal. Pero yo, más prudente, bajé la cabeza y seguí mi camino sin detenerme a mirar ni a izquierda ni a derecha.