Más color, para que nadie venga a decirme que estoy poco luminoso o demasiado gris, nada de eso porque si quieres alegría es mejor que la lleves contigo no vaya a ser que, allí donde vas, no tengan. Las imágenes de hoy corresponden al Centro de Salud de San Martín de la Vega, un edificio increíble, difícil de decidir si te gusta o si es un bodrio doble pagado con dinero público. Pero en fin, ahí está y al menos lo podemos utilizar para tomar fotos porque todas las paredes son de colores y espejos, así que da bastante juego.
Yo he decidido que no es bueno que me olvide de que estoy enfermo. Debo tenerlo muy presente y debo aprender a convivir con ello. No se trata de sentirme bien en los momentos en que lo olvido, sino de sentirme bien y recordarlo siempre. Es verdad que hay algunas actividades que hacen que me olvide de que el mundo existe porque me exigen mucha concentración, como la fotografía (desde la toma hasta la post-producción), escribir, jugar al ajedrez, etc. pero me he dado cuenta de que es necesario que tenga siempre una pequeña alarma encendida, una lucecita roja parpadeante que me recuerde en todo momento lo que hay.
¿Por qué? Pues muy sencillo, por dos motivos: en primer lugar porque necesito ser consciente de las limitaciones que me produce mi estado para no cometer ningún exceso ni ningún desatino. Por ejemplo, el otro día tomando fotos me olvidé del mundo, me tiré al suelo como solía hacer antes y el resultado fue un inmenso dolor en la zona del drenaje y un cansancio infinito al levantarme rápidamente, acompañado de jadeos, sudor intenso… vamos un desastre. Y en segundo lugar porque cuando me olvido de que tengo cáncer se me cae el alma a los pies al recordarlo de nuevo. Es casi como si, una y otra vez, me dieran la noticia del tumor y de verdad que es insoportable. Por eso no me conviene olvidarlo, aunque parezca un acto de masoquismo es necesario que aprenda a vivir con ello.
Esa es una de las claves: sin sorpresas.
Así que siempre habrá un punto oculto de oscuridad en mis imágenes llenas de color, como una especie de ying-yang invisible que me recordará en todo momento que no soy libre del todo, que estoy atado con unas cadenas invisibles, poderosas y casi indestructibles, cuyo candado pertenece al mismísimo Demonio que se encaprichó de mí sin que nadie entienda el porqué. Una vez más resulta que el Dios del Bien es derrotado en su propio terreno y yo no soy más que una víctima inocente de esta guerra infinita entre el Bien y el Mal a la que estamos sometidos permanentemente.
Por eso no es bueno olvidar. Ni siquiera un instante.