Lo hice por mí.
Le di un portazo en las narices a mi presente y lo convertí en pasado. Luego le puse un candado, le di dos vueltas de llave y la arrojé muy lejos, donde yacen los recuerdos que con el tiempo se convierten en olvido y mueren.
No lo hice por nadie, lo hice por mí.
Por primera vez supe lo que se sentía al mandar a la mierda todo aquello por lo que había sacrificado una parte de mi felicidad sin obtener recompensa. Todas mis ilusiones, mis sueños y mis ojalás. Todos depositados en las personas equivocadas, en el lugar equivocado y el momento equivocado. No sentí frustración ni decepción, sino alivio. Llevaba demasiado tiempo arrastrando un fardo lleno de responsabilidad por felicidades ajenas. No voy a decir que fue fácil abandonarlo a medio camino; ya formaba parte de mí, aunque era la parte menos buena: mi infelicidad. Así que esta vez no, no lo hice por nadie. Por primera vez no lo hice por nadie, lo hice sencillamente por mí.
Detrás de la puerta que he cerrado hay un pasado de decisiones muy meditadas. A veces acertadas, otras no. Pero todas tenían un denominador común: mi bienestar siempre era secundario. El temor a equivocarme en dichas decisiones pasaba por el miedo a perjudicar a otro o alterar de algún modo su tranquilidad. Y así pasé gran parte de mi vida, haciéndosela más cómoda a los demás sin importarme tanto los “pequeños sacrificios”.
Por eso ahora actúo sin temor a equivocarme. Porque cada decisión que tome en la que prevalezca mi propia felicidad será la acertada. Me equivocaré mil veces, pero me habré equivocado bien. Puede sonar egoísta, pero no lo es. Me debo mucho.
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