Bien es cierto que las primeras reacciones a Sin tiempo para morir han dividido a crítica y público. Para algunos el resultado final ha desvirtuado la esencia del personaje. Para otros, humanizar a Bond hasta estos límites es un acierto y toda una revolución para la saga. Yo soy de los segundos, me gusta que el personaje posea sentimientos humanos y que los transmita en pantalla, a la vez que estamos viendo un gran espectáculo cinematográfico. La idea del personaje enamorado y luchando por conseguir una vida familiar tranquila no es mala en sí misma, pero su desarrollo adolece de varios desaciertos que hacen que la película se resienta de manera muy acusada. El más importante de ellos es el desarrollo de la relación entre Bond y Madeleine. Si este es el gran amor del protagonista, su historia en el filme precedente tuvo tan poca chispa que sigue lastrando el guion de éste. Aunque aquí hay algo más de química entre los personajes, su relación nada tiene que ver con la que se establecía entre Bond y Vesper, que se desarrollaba de forma modélica, dando tiempo a explorar los sentimientos del protagonista y las devastadoras consecuencias del final de Casino Royale. Aquí no hay nada de eso. Hay un romance porque le conviene al guión, pero no sabemos qué ha visto Bond en esta mujer que sea diferente a las muchas otras con las se ha cruzado en sus aventuras. Hubiera sido fundamental para la trama que se dedicara más tiempo a explorar esta relación, aunque fuera a costa de eliminar a secundarios como la nueva 007, que poco aporta a la película, más allá de ser un emblema de lo políticamente correcto, algo que debe estar presente en nuestros días, aunque esté metido con calzador.
Otro de los lastres de la irregular Sin tiempo para morir es el villano. Tener a un actor recientemente oscarizado y aprovecharlo tan poco resulta un tanto incomprensible. La presencia de Safin, quitando la primera escena en la que aparece, la del pasado de Madeleine, no resulta especialmente intimidante y su plan maestro es demasiado convencional a la vez que un tanto confuso. Safin es una especie de aglomerado de varios villanos precedentes de la saga, pero carece de una entidad propia, de alguna característica que lo haga especialmente memorable. Mientras tanto tenemos unas escenas de acción muy espectaculares, pero poco trabajadas en el fundamental aspecto de la credibilidad. Más de una vez vemos a Bond en escenas que parecen más sacadas de un videojuego del género shooter que de un contexto verosímil. Nos da la impresión más que nunca de que Bond es el personaje de una película y de que no va a estar en peligro de muerte hasta que le toque. Una lástima que una cinta que tenía todos los elementos para convertirse en una de las mejores de la saga se quede un poco en tierra de nadie: el argumento más audaz de la franquicia termina convertido en un producto muy convencional, polémico, pero con menos sustancia de la que debería haber tenido.