Escucho en la radio que un grupo de padres guays, convenientemente asesorados por unos psicólogos también bastante guays, propugnan la sinceridad con los hijos. O sea, que ante la crisis económica hay que decirles que no pueden tener todo lo que quieran, y que han de sujetar sus apetencias al escribir la carta a Santa Claus y a los Reyes. (Incluso tal vez, oh, crueles hados, tengan que resignarse a escribir solo una carta, a los Reyes, como antiguamente). Los niños deben saber que la cosa está mal y que sus padres no son los Thyssen. Es preciso que asuman que no se puede conseguir todo, y que aprendan a vivir en la realidad y a aceptar sus circunstancias.
Pero, por supuesto, esa información básica hay que transmitírsela sin angustiarlos, para que no se traumaticen.
Cuando escucho cosas así me siento viejísimo. O medio tonto. Bueno, medio tonto me siento en pleno julio, cuando los telediarios nos dicen que hace mucho calor, que no nos atiborremos a polvorones tras correr como locos por la solanera a las tres de la tarde, que bebamos líquidos (jamás he bebido otra cosa) y que intentemos refrescarnos.
Con esto de la crisis y de la angustia que podemos causar a nuestros hijos me siento viejo, sí, ya digo, y hasta me da esa vena tan típicamente viejuna que consiste en presumir de viejo. "En mis tiempos..."
Es bastante patético cuando un viejo presume de viejo, aunque no tanto como cuando un cursi presume de cursi. En todo caso, y bien que lo siento, me han dado muchas ganas de narrar mis vejeces.
Mis padres vivieron la guerra. Después la cosa fue mejorando poco a poco, año a año, hasta el punto de que los Reyes Magos le traían a mi madre un duro (que guardaba inmediatamente mi abuela y que mi madre no volvía a ver) y una figurita de mazapán (un "mono" de mazapán, que se comía en un pispás, por si también se lo distraían).
Mi padre tuvo más suerte y sí recibía algún juguete.
Décadas después, yo fui un niño muy afortunado. A mí nunca me faltó de nada. Fui un niño sesentero; de los Chiripitifláuticos, de los zapatos Gorila, del ochocientos cincuenta, del Lalalá, de Toddy (¡regala paracaidistas!), del pantalón corto hasta los catorce años, del Superagente 86, de Betancort, Calpe-De Felipe-Sanchís, Pirri-Zoco, Amancio-Serena-Grosso-Velázquez-y-Gento, de cuando Star Trek se llamaba Viaje a las Estrellas, de El Cordobés, de Franz Johan (se decía Fran Yojan) y Herta Frankel (se decía Herta Fránkel), de Viaje al Fondo del Mar, con el Almirante Nelson, el Capitán Lee y el Seaview (cuya ortografía he tenido que confirmar ahora en google, porque toda la vida fue el Sibiu), de Bonanza, de los emparedados (porque si hubieran traducido los hamburgers de Pilón, el de Popeye, por hamburguesas nadie lo habría entendido), de la Mirinda, del disco sorpresa de Fundador (que resultaba ser de Karina o de Peret), de José Bódalo, del churro-mediamanga-mangotero, de Armstrong-Aldrin-y-Collins, de una serie de ciencia ficción con muñequitos animados que se titulaba Guardianes del Espacio (Thunderbirds), del fútbol de chapas, del ciclismo de chapas, de La Familia Monster, de los Juegos Reunidos Geyper, del sueldo de mi padre en un sobre, de ir al cole los sábados por la mañana y librar los jueves por la tarde, de los cigarrillos Antillana (que eran los que fumaba mi padre, y me mandaba a mí a comprarlos al estanco, sin recelo de nadie), del Pulgarcito y el Tío Vivo, de vacaciones en Alicante, en la pensión de Don Pedro, de la bola del mundo en escayola, de Madrid adoquinado, de las carbonerías y las vaquerías, de los mojicones, de Gila, de Tip y Coll... Lo dejo ahí, porque es un no parar.
Fui un niño feliz, supongo que como todos los niños, porque mi madre también me cuenta que fue muy feliz entre los bombardeos. Pero a mí, a diferencia de mi madre, no me faltó nunca de nada. (¿O acaso tampoco le faltó a ella nada de nada?). Nunca me faltó, pero tampoco me sobró nada. (¿O acaso a alguien le sobra algo?). Cada uno se adapta a lo que hay, y la vida sigue, y es un milagro y una maravilla.
Igual que a los niños, nuestros "padres" nos tienen que decir que la cosa está muy mal, pero, a diferencia de los niños, nosotros sí nos traumatizamos. Nos angustiamos porque vivimos siempre proyectando el futuro en vez de disfrutar el presente, de exprimir lo que el presente tenga de disfrutable.
Que la crisis va para largo es algo incuestionable, e incluso hay quien dice que esto es ya así y va a seguir así. Otros dicen que no, que va a empeorar bastante.
En todo caso, vamos a tener que restringir nuestros pedidos a los Reyes, y también a los clientes, jefes, políticos, banqueros, etc. Vamos a tener que apechugar, como si no lleváramos ya bastantes años apechugando.
Se nos han olvidado muchas cosas necesarias. Y, lo que es peor, a veces se nos olvida que tenemos algo inefable e imperdible, e inadulterable. Algo raro, sutil, que no debemos olvidar, y que, a falta de otra palabra más precisa, podríamos llamar dignidad.
Deberíamos acostumbrarnos a vivir con una feliz austeridad. (Ni sé qué estoy diciendo).
Por ejemplo: Es improbable que venga nadie a encargarme un proyecto, pero si eso ocurriera yo sé que ahora sabría hacer mejor arquitectura que antes. No me preguntéis por qué. Creo que todos hemos madurado un montón en estos últimos años, y hemos jerarquizado nuestros valores con mucha más sensatez que antes.
Para empezar, tenemos más tiempo, y estamos más atentos a las cosas que importan.
Al menos quiero creer eso.
El otro día me contaron que a una arquitecta recién titulada le pidieron presupuesto para hacer una vivienda, e hizo una rebaja del sesenta por ciento sobre las "tarifas de referencia". Mal hecho. A pesar de eso no se llevó el encargo. Nunca se puede bajar tanto que no haya otro que baje más. Sería mejor no competir por dinero, porque esa batalla está perdida de antemano. Podríamos luchar por el tiempo, por la atención, por el cuidado. Si quien se quiere hacer una casa lo único que busca es ahorrarse dos mil euros de arquitecto, allá él. Él se lo pierde. Se va a gastar más en cenefas de azulejos.
Pero este no era el tema de hoy. (¿O sí?. Bueno, sí, también un poco). Hemingway, en Islas a la Deriva, o Islas en el Golfo, dice: "Somos los mejores y lo hacemos gratis". Tengo grabada en mi cabeza esa frase. Me encanta. Me la repito a menudo y no sé qué quiere decir, porque yo, desde luego, no estoy dispuesto a trabajar gratis, ni a que nadie abuse de mi trabajo. Pero lo interpreto en el sentido de que la arquitectura la pongo gratis. Cobro otras cosas, cosas más burocráticas y triviales, pero la mejor arquitectura que sé hacer la regalo. El cuidado, el cariño, la atención, el esmero, son gratis. Alejandro de la Sota decía que el arquitecto siempre da liebre por gato. Yo interpreto igual la frase de Hemingway y la de De la Sota. Y, no sé por qué, relaciono ambas con la situación actual.
Algunos hemos trabajado mucho, y a veces abrumados por varios encargos simultáneos a los que no dedicábamos la atención debida. Nos ha ido bien, pero ahora, que estamos agobiados por el seguro de responsabilidad civil (que no podemos atender) y por todo tipo de gastos sobrevenidos, mientras languidecemos en el desánimo aún más que en la escasez, y en la falta de estímulos aún más que en la falta de dinero, podríamos dar lo mejor de nosotros mismos, porque, a la vez que pobres, nos hemos hecho sabios.
Igual que hay que explicar a los niños que ya no pueden pedir la última pleisteision ni la equisbox, los alcaldes se están enterando de que ya no pueden pedir más calatravas ni más fósteres. Si al menos tuvieran el exiguo presupuesto para encargarnos obras sensatas a los sensatos mortales habríamos ganado muchísimo.
Si al menos este desastre financiero sirviera para que todos viviéramos en una austeridad sin traumas y sin remordimientos ni angustias, creo que todos saldríamos ganando.
Sí, con el ojo morado, pero tan contentos.
Feliz Navidad a todos, y mucho ánimo para este presuntamente terrible año 2013. Yo me voy a imprimir esta ilustración de la niña con el ojo morado y la voy a tener a la vista. Con el ojo morado, con la ropa ajada, dolorida pero tan feliz.