Aquella mañana el cielo se despertó despejado, sin atisbo de que ninguna nube fuese a tapar el sol.
El despertador sonó con la misma tediosa insitencia con la que lo hacía cada mañana. Apretó los dientes un día más y realizó un esfuerzo considerable para poner el pie en el suelo.
Durante el desayuno escuchó las noticias con bastante desinterés, para comprobar como este nuevo amanecer no había supuesto ningún avance para la estupidez humana: conflictos en Siria, en Bagdad, atentados, violencia en las calles…
Se vistió con su traje de oficinista maduro que se gana dignamente el pan de la mesa. Comprobó que había cerrado todas las ventanas, tras haber ventilado convenientemente su minúsculo apartamento del centro.
Comprobó un par de veces que había echado la llave de la puerta. Recolocó el felpudo con la punta del pie y se encaminó, casi por costumbre, a coger el ascensor.
Al abrir la puerta, coincidió con la vecina del quinto, que bajaba a pasear al perro. Tras un buenos días típico de ascensor y comentar brevemente el parte meteorológico, entre las plantas segunda y primera, sucedió. No era la primera vez. Pero esta vez algo cambió. La vecina del quinto, esa vecina del quinto, procedió a estudiarlo de pies a cabeza, de abajo arriba y de arriba a abajo, para afirmar, en ese punto entre ambas plantas, con insultante sinceridad:
—Sin duda, desde que te has casado, estás más gordo.
Podía haberlo dejado pasar. Una vez más. Un día más. Pero no. Algo hizo clic en su cabeza y decidió contestar, sin perder la sonrisa en los labios.
—Eso es porque me mira usted con buenos ojos doña Reme—hizo una pequeña pausa. Vamos, con esos ojos de lechuza impertinente que Dios la ha dado. Que tenga el día que se merece, doña Remedios.
La vecina del quinto, esa vecina del quinto, no fue capaz de volver a abrir la boca.
Lo extraño de ese clic, de ese incatalogable clic, era que le había hecho sentirse mejor. Sintió por un momento que el aire entraba mejor en los pulmones. Sintió por un momento que el sol brillaba en su punto justo y que los 35 grados no eran para tanto. Sintió que aquel día iba a ser distinto.
Llegó a la parada del autobús en la que se subía cada mañana, con la misma cola de siempre. Entonces aquella pareja de niñatos que siempre se saltaba la fila y que iba dando voces como si el autobús fuera de ellos, fue a subir antes que el resto. Pero aquella mañana, Tomás fue más rápido. Interpuso su cuerpo entre la hoja derecha de la puerta y el cuerpo del primer niñato.
—¡Qué haces gilipollas!—gritó con voz de medio hombre.
Tomás espero pacientemente y justo cuando el último de los de la fila había subido por la hoja izquierda del autobús, relajó su cuerpo.
—A que te meto una…
Y no dio tiempo a más, ya que en ese preciso instante, Tomás golpeó con su pierna izquierda al primero de los niñatos, éste al segundo, y los dos dieron de bruces con sus consentidos culos sobre el bordillo, al tiempo que el autobús emprendía la marcha.
El cielo parecía más azul y hasta sentía una leve brisa sobre su cara. Se apeó del autobús frente a la puerta de la oficina. Decidió subir a pie. Nada más llegar, saludó a la secretaria del jefe y al resto de compañeros. Duarte, el más veterano le recibió con el mismo soniqute de los últimos tres meses.
—Martínez, ya se me está enfriando ese café.
—Eso es por que tu culo ha hecho callo con la mugre de tu silla, esperando a que de una jodidda vez hagas algo más que sacarte los mocos y pegarlos bajo el escritorio. El mío, con dos azucarillos gracias.
Y Duarte, preso del asombro y la novedad, se levantó a por los cafés.
A la hora de comer, bajó al restaurante que había enfrente de la oficina. Tras degustar el plato del día, que estaba para chuparse los dedos, escuchó aquella frase que también le era familiar.
—Joder Rebeca, que no tengo todo el día. ¿Acaso crees que los señores no tienen prisa? Es que pareces boba…
Esta vez, deslizó con delicadeza la servilleta que tenía sobre las piernas y, doblándola con pausa, hizo una seña al dueño del restaurante para que se acercara. Llegó veloz y dispuesto.
—Perdone, ¿su nombre es?
—Mariano, para servirle jefe.
—Pues mire Mariano, el caso es que tengo una queja…
—Ya lo sé señor, discúlpela usted, es que es medio lela..
Tomás puso la palma de la mano frente a sus ojos. El hombrecillo cerró la boca.
—No, no. No van por ahí los tiros. La verdad, y no tendría por qué hacerle partícipe de ello, es que no tengo prisa ninguna. Lo que tengo es unas ganas tremendas de ponerle en su sitio. Vengo aquí cada día, porque tiene usted una cocinera que tiene una mano que un neandertal como usted no se merece. Así, que sin prisa ninguna, vendré aquí cada día a disfrutar de estos platos, pero también vendré a ver como trata con respeto a sus empleados. ¿Le ha quedado lo suficientemente claro?
Aquel hombrecillo se hizo tan pequeño que hasta el delantal pareció por momentos venirle grande. Giró sobre sus propios pasos y se metió en la cocina, cabizbajo.
A la tarde y a la noche, dijo todo lo que pensaba al encargado sobre los precios abusivos de aquella gran superficie, al imbécil que criticó a una anciana por cruzar demasido lento el paso de cebra y al grupo de borrachos que se sentó bajo su ventana a la salida del concierto. Todos reconocieron sus errores y se fueron avergonzados.
Aquella noche, Tomás no tardó nada en conciliar el sueño.
Indudablemente se trata de un relato de doble ficción. Doble porque ninguno de los personajes aquí citados existe realmente. Doble porque ese clic habría supuesto….
Así que retomando la escena, Tomás se limitó a sonreir a la vecina del quinto y a mascullar su fugaz clic entre dientes.