Publicado en Estrella Digital
El fraude llevado a cabo con los cursos formativos organizados por los sindicatos ha sido una práctica duradera e innegable; una de esas realidades vox populi que, a fuerza de impunidad, llegan a considerarse normales; “así es como funciona”, acaba pensando la gente.
Desde luego, no cabe la menor duda del protagonismo y la culpabilidad de los sindicatos, pese a que sus líderes, lógicamente, niegan la mayor… y están en su derecho, como en su derecho a mentir está todo imputado en un delito.
Sin embargo, para hacer honor a la justicia, hay que acusar también a otros no menos responsables que también se han beneficiado de la corruptela. Pero, antes, voy a explicar brevemente, para quien lo desconozca, cómo funcionan estos fraudes.
Existen unos fondos públicos para la formación de desempleados, y parte de estos fondos se entregan a los sindicatos para que sean éstos quienes se encarguen de organizar y convocar los cursos formativos. Como es natural, los sindicatos tienen que justificar ante las administraciones el uso que le han dado a ese dinero. Pero ellos no son quienes imparten los cursos, sino que, a su vez, subcontratan a academias o profesores autónomos para esa labor. Hasta aquí, todo entra dentro de lo razonable. Pero ¿qué sucede en realidad? Pues que, para que una academia o autónomo pueda aspirar a que le adjudiquen el contrato para realizar el curso formativo, los sindicatos le ponen una condición inexcusable: en la factura que la academia expida por sus servicios ha de consignar una cantidad varias veces superior al precio real de éstos: el doble, el triple o el quíntuple, según; y este exceso sobre el precio se lo queda el sindicato, que de este modo justifica pagos muchísimo mayores de los que en realidad efectúa. Ahora bien, para cuadrar las cuentas, es necesario que la academia o autónomo pueda a su vez justificar gastos por el importe que los sindicatos se han embolsado, ya que de otro modo sus impuestos se dispararían y no le quedaría ganancia alguna. Pues bien: no hay ningún problema, porque ya el propio sindicato se encarga de proporcionarles lo que, en el argot, se denomina “la contrafactura”; o sea, una factura falsa por unos gastos ficticios en los que se supone que la academia o autónomo han incurrido para poder impartir el curso, gastos imaginarios que minoran los ingresos imaginarios para que todo cuadre.
Desde luego, el gran beneficiado aquí es el sindicato, que se embolsa cantidades astronómicas de dinero público. Pero también sale beneficiada la empresa que realiza el curso, pues su aquiescencia con el fraude le permite acceder a un contrato del que una actitud honrada le privaría. De modo que, como vemos, para que la estafa funcione, hay que contar con la necesaria cooperación de las academias o autónomos; sin esta cooperación, el engaño no sería viable. Y cualquier estudiante de derecho sabe que tan culpable de un delito son sus autores directos como los cooperadores necesarios. Y no olvidemos que un negocio sólo puede ser tan limpio como el menos sucio de sus partícipes.
Aún hay más: si depuramos responsabilidades cívicas, también resultamos en cierto modo culpables todos quienes, sabiéndolo, no lo hemos denunciado, puesto que es obligación ciudadana denunciar aquellos delitos de los que se tiene conocimiento. Pero, lamentablemente, este es uno de los problemas de nuestra sociedad: que no somos capaces de asumir nuestra parte de responsabilidad.