Revista Opinión

Sindrome de Mondor

Publicado el 07 septiembre 2019 por Carlosgu82

Nunca tuve la costumbre de desayunar antes de salir de casa, debo admitir que es un hábito que adquirí hace unos tres años cuando llegué a este país. No sé qué día de la semana era, solo sé que como en muchas ocasiones salí de la oficina a romper el ayuno en un lugar que llamábamos el “miaíto”. Un sitio que solo con el nombre podía quitarte el apetito, pero que era cita obligada a la hora que queríamos comer alguna arepita de queso guayanés, telita, pernil, etc., etc., etc.

Otra particularidad del lugar era que los gatos que ahí residían (imagino que para comerse a los ratones que se acercaban al lugar) les encantaba montarse en las mesas. Mientras a los comensales no nos quedaba otra que ahuyentarlos  (no nos parecía higiénico comer con pelos de gato en la mesa, y que me perdonen los amantes de los animales), porque obvio que los empleados no eran capaces de hacerlo.

Desayuné una arepa y un jugo de naranja y regresé a la oficina a continuar con mi jornada laboral. Aproximadamente una hora después un súbito dolor de estómago me descompuso el día. ¡Por supuesto! pensé que dicho dolor, se debía a lo que había comido. Enseguida bajé al consultorio médico que quedaba en la misma oficina. En ese momento trabajaba en #GSK (lugar en el que por 8 años me encargué del área de comunicaciones), y en el que era mi quehacer diario escribir acerca de distintas enfermedades.

Por supuesto que la Dra. que me revisó no pudo darme un diagnóstico al momento, mientras mi jefe (Pediatra – Inmunólogo), ya cansado de que yo nuevamente con mi hipocondría le manifestara algún nuevo síntoma (eso da para un cuento adicional que luego escribiré), me recomendó ir a la consulta de un gastroenterólogo que había trabajado en GSK como médico ocupacional unos años atrás.

Cumpliendo la recomendación esa tarde me fui hasta el consultorio que quedaba en la Torre Maracaibo de la Av. Libertador de Caracas. Apenas le dije que esa mañana había comido en un lugar no muy lindo cercano a mi oficina, enseguida reconoció que había sido en el “miaíto” porque en la época en la que él trabajó ahí, también era asiduo del lugar.

Salí de la consulta con la recomendación de hacerme una endoscopia y una clonoscopia.

Pasaron las horas y el dolor fue cesando, mientras yo tomaba paleativos para enmascarar la molestia.

Unos días después estaba probándome algunos vestidos para decidir que me pondría para la boda de un compañero de trabajo que se casaba ese fin de semana en el pueblo de Bailadores en Mérida, cuando de repente noté algo abultado en mi estómago (era como especie de una cuerda que iba en sentido vertical desde el pecho hasta el ombligo), me dije “buena vaina, ahora me va a dar culebrilla” o herpes zoster como realmente debía llamarlo por ser conocedora de la materia. Acto seguido, al día siguiente de manera irresponsable y sin diagnóstico alguno me tome un “Valaciclovir” para matar el virus. Al día siguiente conté lo que había hecho y llevé el regaño de una amiga farmacéutica que era una de las que viajaría conmigo hasta la boda, pero el error ya estaba hecho.

Llegó el viernes y nos fuimos al aeropuerto. Viajamos 4 personas (3 mujeres y 1 hombre) de Caracas a El Vigía, pero ese día no nos fuimos a Bailadores, esa noche teníamos que hacer la parada técnica en La Cucaracha, una famosísima discoteca de Mérida que al menos yo, no conocía.

Y así lo hicimos… Como era costumbre salimos casi cuando nos botaron, lo mismo nos pasaba cada miércoles de “Chinos”, hasta que no cerraban la santamaría de ahí no salíamos. Para los que no conocen la movida “caraqueña”, los “Chinos”, no son niños o jóvenes como se conoce acá en Colombia, son restaurantes donde la cerveza es muy barata y además siempre está fría.

Sábado en la mañana: con la resaca a millón nos fuimos a desayunar una “pizca andina” en el Mercado Municipal de Mérida, sí o sí, había que recargar energías no solo para la boda de esa noche sino para las curvas del camino Mérida-Bailadores.

Llegamos a un lugar espectacular: La Estancia Veracruz, un hotel escuela (de gastronomía y turismo) digno del pretencioso “negrito” que se iba a casar. Al ritmo de Guaco y merengue de los 80 bailamos hasta que apagaron la música.

Se acabó el fin de semana y con él nuestro viaje.

Llegué el lunes a la oficina con mi cuerda en la barriga a decirle a mi jefe que lo que tenía era un “herpes zoster”, y él lo primero que me dijo es que obviamente mi diagnóstico estaba errado. Como todos los que trabajaban en el área eran médicos (yo reportaba a la Dirección Médica) llamó a todos los del departamento, quienes comenzaron a verme como una especie de “bicho raro”, puesto que nunca se habían topado con algo así.

Siguiente paso ir a la consulta de una dermatólogo amiga de mi jefe. Por supuesto fui esa misma tarde. La doctora me revisó con mucha calma y me dio dos posibles diagnósticos: Linfangitis (inflamación de los vasos linfáticos) o algo llamado Síndrome de Mondor (una vasculopatía benigna que hasta el momento solo tenía un caso reportado en Latinoamérica). Igual para obtener el diagnóstico final, debía hacerme una serie de exámenes inmunológicos (unos que pude hacer en el Instituto de Inmunología en la UCV y otros que me costaron carísimo en un laboratorio privado de Santa Paula, además de placa de tórax, etc., etc., etc.).

Efectivamente los resultados confirmaron que era la segunda opción y al ser un síndrome no tenía ni origen etiológico, ni tratamiento, ni cura conocida. Es más, así como había aparecido, desaparecería.

Un artículo en la página web: www.elsevier.es (Revista Medicina de Familia SEMERGEN) publicado en abril de 2017 menciona que desde el primer caso (diagnosticado en 1869) “se habían descrito unos 500 casos en el mundo”.

Tal como me lo dijeron los médicos “la cuerda en mi barriga” desapareció de la noche a la mañana.

Sin embargo, cuando estoy estresada o muy triste el Síndrome de Mondor late para recordarme que sigue ahí.

Vanessa Zambrano M.


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