Ella cerró la puerta de la habitación. No había hablado durante el leve trayecto que ambos salvaron gracias al viejo ascensor. Él sonreía, era extraño pero sonreía.
Tardó unos instantes en despegar su reverso de la fría madera de la que se componía el portón. Su espalda desnuda, gracias al sugerente vestido que había escogido para aquella noche, había sentido en un primer momento la frialdad de la propia madera, pero tras un par de segundos de cortesía ya se había acostumbrado.
Nunca se había visto en una parecida. No era precisamente una veterana pero al menos sí podía presumir de llevar ya unos cuantos años al pie del cañón. Casi todas sus falsas conquistas solían hacerle la pregunta de que si, con sus vivencias, sería capaz de escribir un libro. Ella siempre se hacía la interesante respondiendo que sí, pero lo que ninguno sabía era que ese falso envalentonamiento en realidad escondía una verdad mucho mayor: cada año de pie frente a la misma zapatería daba para un volumen extenso. Pero estaba segura que aquello no lo había vivido nunca. Y eso ya eran palabras mayores.
Él parecía mirarla, pero sus ojos en verdad parecían estar perdidos. Desde el mismo momento en el que había aparecido plantándose delante de ella no había deseado hacerle otra pregunta que la que no se atrevía a formular. Y lo mejor (o peor) es que no sólo le asaltaba esa duda a la mente.
—Las preguntas que te haces mientras me miras fijamente son naturales. Lo extraño sería que no —comentó él. Parecía divertido.
—No, yo…
—A ver, en serio. ¿Qué clase de ser humano tienes delante? —rió—, de verdad que no me molesta. No veo tu cara, pero sé que no sabes ni cómo mirarme.
Ella decidió volver a dejar sus miedos en el mismo lugar de hacía tanto tiempo.
—Pero, ¿me ves?
—No. Pero sé que eres hermosa.
Ella no supo qué contestar. Si no la veía, ¿cómo podía hacer esa afirmación?
—No te asustes. No tengo poderes raros ni nada de eso. Bastantes cosas especiales tengo ya como para añadir una más —volvió a reír.
—¿Entonces?
—La persona que había abajo, la que me ha llevado hasta a ti. Es una amiga. Le dije que me plantara frente a la flor más hermosa. Confío en su criterio.
Ella no pudo evitar sentirse mal por la sonrisa que emitió. Estaba harta de oír miles de falsos cumplidos innecesarios, pero era la primera vez que lo que escuchaba le parecía sincero.
—Supongo que tu siguiente pregunta es si siento lo de abajo.
—De verdad que yo no…
—Estás tensa cuando el que debería estarlo soy yo. Lo que sí que me incomoda es tu vergüenza a la hora de solventar tus dudas, no tus propias preguntas. No estoy así desde hace unas horas. Son muchos años y muchas anécdotas, créeme.
—¿Tantas como para un libro? —Preguntó ella divertida.
—Un volumen para cada año —respondió él helando la sonrisa de ella.
Pasaron unos segundos en silencio hasta que ella decidió tomar la iniciativa.
—¿Entonces sí te funciona?
—Como un reloj. Pero para tu desgracia hoy no te voy a hacer muestra de mi impresionante vigor sexual, hoy quiero algo diferente de ti.
Ella rió abiertamente. No recordaba cuándo fue la última vez que una mueca de su boca fue acompañada de tan sonora carcajada.
—¿Y qué es lo que quieres?
—Que me tumbes en la cama. Sólo hablar.
Ella se acercó con cuidado a la silla de ruedas. A pesar de lo poco que había que agarrar, no sabía ni cómo ni por dónde hacerlo.
—Relájate y cógeme como a un saco de patatas. Puede sonarte un poco burro, pero no tener brazos ni piernas hace que lo que parezca es eso.
Ella se envalentonó y así lo hizo. No pesaba nada. Era ligero como una pluma. Lo recostó sobre la cama. No estaba deshecha. Algo le decía que no la desharían.
Él esperó a que ella se recostara a su lado.
—Antes de nada, tienes que hacerme la pregunta obligatoria. Créeme, eso rompe el hielo.
—¿Cómo acabaste así? —Soltó ella de golpe.
—Fue por una enfermedad. El nombre no creo que importe porque ni creo que la hayas oído, ni creo que lo vuelvas a hacer. Al menos a corto plazo. No recuerdo a la edad exacta en la que perdí los miembros inferiores y superiores, lo que sí sé es que nunca he visto nada. Al menos que yo recuerde. Lo gracioso es que apenas me dieron un par de años de vida cuando todo esto sucedió y, ahora mírame. Estoy aquí, contigo.
—Y perdona que sea tan brusca, pero…
—¿Qué es lo que quiero de ti?
—Hablar. Supongo que no es tan rara esta petición. Apostaría lo que me queda de cuerpo a que no he sido el único que ha subido contigo para no follar.
—No, no eres el único.
—Pero sí que puede que sea el único que quiere hablar de ti, no de mí. Además, de mí ya te lo he contado todo.
—¿De mí?
—¿Tan raro es?
Ella no supo qué contestar en un primer momento. Pero la verdad era que sí era raro. Las veces que sólo querían hablar ellos acababan lloriqueando por estar sumidos en un decepcionante matrimonio que les hacía estar tan acobardados que ni tenían el valor para rematar la faena para la que habían abierto la cartera.
—De mí hay poco que hablar —dijo al fin.
—Tus muñecas no dicen lo mismo.
Ella se incorporó levemente y lo miró sin pestañear, totalmente muda.
—No me mires así —dijo él. La situación parecía divertirle y a ella cada vez le hacía menos gracia.
—Entiende que me estás tocando un poquito las narices ya. Empiezo a pensar que me estás tomando el pelo con eso de que no ves. Lo de tus brazos y piernas es evidente, pero no te creo con lo de la visión.
—Cree lo que quieras, María. No te puedo obligar a nada.
Ella se levantó de golpe de la cama y retrocedió bastante asustada. ¿Cómo sabía su nombre real si ni Maite “La cazacunas”, la única con la que compartía confidencias, lo conocía? Para ésta última ella era “Estrella”. Para ella y para toda la gente que se había acercado a ella durante los últimos seis años, cuando decidió aparcar sus estudios de filología y comenzar a vender su cuerpo por unos cuantos billetes.
—Siento asustarte —dijo él tratando de calmarla—, lo único que quiero de ti, de verdad, es que te recuestes a mi lado. Prometo no asustarte más con mis bobadas. Te lo prometo.
Ella dudó durante unos instantes. Sí, tenía mucho miedo por el devenir de los acontecimientos, pero al mismo tiempo había algo que hacía que sus piernas se movieran solas y que se acercaran a la cama, en la que seguía acostado el joven.
Volvió a recostarse a su lado.
—Si no quieres que hablemos de ti, no lo haremos. Perdona, de verdad, a veces soy tan brusco que asusto a quien se me acerca. La gente piensa que la pena es mi mayor arma, pero te aseguro que causo más rechazo que pena. Y cuando consigo sortear ese obstáculo, la cago con mi brusquedad. Lo heredé de mamá.
—No te preocupes. Entiende que esta situación cada vez es más extraña.
—Claro que lo entiendo. Te prometo que me preocuparía más que estuvieras tranquila. Pensaría que no hay rastro de humanidad dentro de ti. Y creo que precisamente es al contrario. Sólo que llevas demasiado tiempo confundida. Pero, antes de volver a asustarte… ¿me puedes tocar la cara?
Ella no lo dudó ni un instante y acarició el rostro del muchacho. Era suave, como ninguno otro que hubiera tocado en toda su vida. No supo cuánto tiempo estuvo acariciándole la cara. Sólo haciendo eso. Tampoco le importó porque esa sensación fue una de las más placenteras que ella había sentido en mucho tiempo.
—¿Qué sientes? —Soltó él de golpe.
—Paz. Sobre todo paz.
—¿Imaginas no poder sentirla? ¿Imaginas que un día no pudieras tener esa mano pegada a tu cuerpo y no poder percibir esa paz que dices que sientes?
Ella no supo qué responder. Ambas preguntas la dejaron en fuera de juego.
—No quiero recriminarte nada. Pero recuerdo haber sido un niño que podía tocar todo con sus manos. Sentir a mi madre con el tacto de mis yemas, poder abrazarla… lo de caminar me importa más bien poco, siempre hay unas manos dispuestas a empujarte pero, la sensación de poder tocar un rostro, de abrazar, de chocar esos cinco con un amigo… ¿dónde queda eso? Al final te acostumbras a todo, créeme, pero hay veces que el camino no tiene retorno y, simplemente, dejas de poder hacerlo todo. Supongo que la vida se trata de eso, de respirar y sentir cada instante vivido, hayan las circunstancias que hayan. Pero sí es cierto que hay momentos en los que echas de menos ciertas cosas. Aunque a mi favor diré algo, cuantas más cosas vivas, más cosas puedes recordar. No hay nada más bonito que un recuerdo.
Una lágrima cayó por el rostro de ella. No supo por qué, pero a su mente vino ese día hace seis años cuando abandonó a su bebé recién nacido junto a su abuela. Ese día en el que decidió que no podría hacerse cargo de la situación con un padre que había desaparecido y una abuela que apenas podía aportar lo justo para que el bebé pudiera comer. Ese día en el que optó por el dinero fácil y se prometió a sí misma que sólo serían unos meses, que volvería junto a su hijo con algo de liquidez para que no le faltara nada. De eso hacía ya seis años. Seis años en los que se recriminó muchas veces haber dejado de pensar en ellos.
La hora que habían contratado pasó mientras ella estaba metida en esos pensamientos. Ella ofreció al chico a bajarlo de nuevo, junto a su amiga. Él se negó alegando que quería quedarse un rato más, que no se preocupara que llegaría a su destino sin mayores complicaciones. Ella salió de la pensión y regresó al punto de siempre. El mismo en el que se mostraba como una sirena de esquina. Allí estaba Maite, como siempre. Su avanzada edad hacía que, como una flor que se marchitaba poco a poco, resultara poco atractiva para los clientes que buscaban un ramo floreciente. Puede que fuera la cara que Estrella —o María— tenía lo que le llevó a “la cazacunas” a preocuparse por ella.
—¿Todo bien? —Quiso saber la veterana.
—Lo cierto es que no. Ha sido algo muy raro.
—Y que lo digas. Hija, normalmente solemos subir con alguien a esa pensión. Es la primera vez que veo a una de las chicas hacerlo sola.
María la miró con los ojos muy abiertos.
—Ahora, que si necesitabas estar sola, allá tú. Pero recuerda que aquí estamos para ganar dinero, si te lo gastas en cosas así no vas a…
—Espera —la interrumpió—. ¿Es que no has visto al chico con el que he subido?
Maite la miraba como si de un perro verde se tratara.
—¿Qué chico, Estrella? Oye, me estás preocupando. Te he visto subir sola y bajar sola. No ibas con nadie.
—No me jodas, Maite. Que lo empujaba primero una chica. Ella se ha quedado ahí, dijo que esperaría.
Estrella señaló un punto en el que, aparte del ir y venir de personas paseando por tan transitada calle, no había nadie que estuviera esperando.
—Estrella, escucha. Muchas veces voy puesta hasta las cejas y no sé muy bien qué veo. Pero hoy te aseguro qué…
Pero la muchacha no la escuchaba. Había dado dos pasos para adelante y se había sumido en sus propios pensamientos. En ellos recreaba con exactitud cada uno de sus movimientos junto al joven. Comenzó, nerviosa, a dar vueltas sobre sí misma. Su hijo vino de pronto a su mente. Comenzó a valorar qué es lo que estaba ocurriendo y sin decir una palabra más comenzó a correr.
En ese momento no lo supo, pero dejó a Estrella en esa esquina para siempre para volver a ser María. Una María que regresaría junto a su madre y su hijo. Una María que abrazó y se dejó abrazar por el pequeño hasta que una extraña enfermedad impidió que éste lo siguiera haciendo. Siguió a su lado, sin moverse, hasta que un día él dejó de respirar.
Visita el perfil de @BlasRGEscritor