Tirada, olvidada en la tempestad de cualquier mar que baña las costas de la incertidumbre. Nunca creyó necesario explicar un por qué a quien entendía desde las carreteras a su espalda, hasta los silencios implícitos en sus respuestas.
Era mejor, sencillamente respirar, cuando la envolvía el olor de azufre emanando del equipaje lleno de dudas. Rehacer no era una opción cuando partir de cero es reflejo de dinamitar la dignidad empeñada a la usura, que padecen por pagar besos, cuando debían entregar calles vacías.
Decidir sobre lo que llena sus mejillas, dejó de tener sentido. Esas miradas obscenas colmaron los huecos de sus dudas, con nuevas incertidumbres por estrenar.
—Dime. Vuelve la vista y ¿qué ves?
La voz aún golpea sus venas. Vencida mucho antes de contar hasta diez, sobre un pavimento de distancia y falsas creencias. La perspectiva de verse al otro lado del mundo para sentir alejarse la mitad de sus silencios no hace sino robar cualquier aliento de esperanza que pudiera consolarla.
No hay protección ante los golpes bajos recibidos en el espacio que separan dos manos afines. Ni existe lógica que describa el arte que usan las esquinas para seducir al tiempo que se deja llevar…
No había otra respuesta posible, no había alternativa que no encerrara ese punto de locura tan necesario para sorber la vida que insufla la decadencia.
¿Qué podía decir? Sólo lo único que quería oír:
—Sácame de aquí.
La última milla, la última milla en la que ya no puede estar. No le quedan más mentiras por creerse y, sin embargo, le sobran palabras a su espalda. Nunca fue su culpa cuando el responsable quiso ser y es la vida.
Una estrella, tan sólo una le queda, pequeña pero firme, esperando que sea su alma la que se apague. Que pueda comenzar a buscarla o se pierda para siempre. La vida no le ha ganado bastantes apuestas gracias a sus penas y amarguras. Fue una cruel amante que siempre le pidió sufrir mas para darle, cada vez, menos sueño nuevos.
Y le queda ese resquicio por el que se escapo cada noche, con la luz plateada iluminando el techo que le apartó de la vida. Bañando sus curvas, rozándola, acariciándola, sabiendo que cada centímetro de su piel estaba prohibido. Cada vez que ella se giraba era más difícil que la anterior, cada vez pesaban más sus zapatos como el corazón. Su cuerpo se alejaba mientras que se mentía…
…mañana será otro día, se repetía en voz baja.
Perder fue siempre la única realidad. Perder contra la sirena de esquina que nunca quiso estar varada.
Las gotas de lluvia recorrían tu rostro y se entremezclaban con el sudor de tu frente, la sangre de tu ceja partida y un rosario de lágrimas ácidas que brillaban en tu profunda mirada azul. No era una noche más en la esquina del taller de coches donde solías quedarte varada hasta el amanecer.
Extrañamente, aquella madrugada de enero, cobijada bajo una roñosa tejavana de uralita, no llamabas la atención de aquellas cohortes urbanas. Trabajadores de SEAT que acudían a la fábrica atravesando los kilómetros que unían los pueblos del Baix Llobregat con Martorell. Hombres impíos que te escogían entre las muchas chicas que alumbraban la carretera junto a alguna vieja farola y que servían, al igual que tú, como válvula de escape de sus frustraciones y miedos.
Alguno de ellos te atizó, te arrastró, te forzó y te humilló hasta niveles en los que el ser humano duda de su propio valor y desconecta su cuerpo magullado de su mente buscando un resquicio de esperanza que le evite terminar en lo más profundo del mar. Aquellas noches eras un conejo tembloroso. Un conejo que había podido huir de su cazador pero que, miraba asustado a todos lados, temiendo la llegada de algún perro ansioso que lo destrozase.
Entonces paré mi coche y, pude por fin observarte detenidamente como nunca antes lo había hecho. Eras una mujer muy joven, no llegarías a los veinticinco años, alta y estilizada. Tus labios, carnosos y sonrosados, a buen seguro serían el fruto prohibido que muchos de aquellos transeúntes que te miraban, soñaban con catar. Te habían engañado en tu Rumanía natal, prometiéndote una vida de lujos y dinero en Barcelona pero desafortunadamente, sólo viste ese oropel en algunos de los muchos burdeles donde ejerciste aunque, siempre se quedaba entre las manos de quienes pagaban por poseer tu carne, o entre quienes te ofrecían al mejor postor.
La vida te llevó a la esquina del taller de coches, poniéndote a tiro de desalmados como el que conociste la misma noche que nos encontramos. Cuando me aproximé a ti mi primera sensación fue la de terror, luego pasó a desconfianza y, cuando tendí mi mano y me presenté, pude atisbar un brillo en tu mirada. Sabías que yo no iba a hacerte daño.
Subiste en mi coche con la tranquilidad de saber que estabas a salvo y que yo jamás buscaría tus servicios, ni te vejaría. Llegaste a mi hotel y, por primera vez en mucho tiempo, no bajaste tu rostro al pasar por la recepción. En esta ocasión el hotel no sería el lugar en el que uno de tus clientes te sodomizaría.
Te ofrecí mis productos de aseo, mi ropa, mi cena y mi cama, que ya eran más tuyas que mías y me contaste tu vida como aquel que se reencuentra con un viejo amigo que hace mucho tiempo que no ve. Dormiste tranquila. A la mañana siguiente te propuse denunciar a aquel que había dejado tu bello cuerpo marcado, pero tú preferiste coger un autobús y desaparecer.
Pasaron los meses. Era julio, yo volví a circular por la carretera del Baix Llobregat y, volví a verte: hermosa sirena, varada bajo la misma tejavana del mismo taller de coches, otra vez más, magullada por la vida. Te avergonzaste al reconocer mi coche y, yo en cambio, desee que te reencontrases contigo misma y, por fin, fueses libre para navegar por nuevos mares y salir de ese océano turbulento en el que te encontré.
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