Hacía muchos años que Sitges no escogía una película no española para inaugurar el certamen. Este año ha sido el turno de La bruja, una producción estadounidense dirigida por el autor novel Roger Eggers, que parte del tema de la brujería para estructurar su relato. Es curioso como este tema se ha ido desarrollando en la historia del cine, desde su representación más experimental y profunda en La brujería a través de los tiempos en 1922 hasta la canonización del motivo y la reducción del protagonismo de la bruja que queda limitada a un papel secundario de antagonista sin matices: El mago de Oz o las numerosas adaptaciones de Blancanieves.
Consciente del poco carisma y profundidad de la representación del mito en la contemporaneidad, Eggers apuesta por utilizar la brujería como excusa para generar conflictos entre los miembros de la familia protagonista. Familia que vive exiliada en una granja acusados de herejes y que son asaltados constantemente por una bruja, un ser que aparece y se desvanece generando en la familia la duda de si la bruja es alguno de ellos. La bruja genera el terror a través del conflicto psicológico de los personajes sin recurrir insistentemente en la monstruosidad física de la bruja. Para ello utiliza una puesta en escena muy teatral: planos largos, diálogos dilatados e interpretaciones contundentes que utilizan la palabra constantemente como vehículo de expresión.
La banda sonora, la fotografía y la dirección de arte acaban de otorgar a la película una atmósfera medieval donde la religión es el eje alrededor del cual gira todo. La bruja apuesta por un final que acaba traicionando a su dispositivo y otorgando a la brujería un protagonismo que quizás no se merece. Pero lo hace de una forma elegante, no evidente y que acba complaciendo al espectador.