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Hubo un tiempo en que la organización de Sitges presumía (con justicia) de apostar fuerte por un cine asiático popular de extraordinaria vitalidad, a menudo confluyente con obras de la misma región de perfil más autoral que triunfaban en los festivales de clase A. Sin embargo, dicha apuesta se fue renovando al alza sin considerar la tendencia de unas industrias cada vez más orientadas a satisfacer al público local, de preferencias a veces incluso más conservadoras que el cine hollywoodense con el que competían. En los últimos años festivales como Sitges, Udine o Tokyo han servido de correa de transmisión a dichos intereses industriales, internacionalizados con el concurso de unos fans, en palabras del programador Domingo López, con el mismo nivel de exigencia que el espectador medio de telefilmes de sobremesa.la bruma de incertidumbre del gigante asiáticoA pesar del cambio de paradigma —ya no se trata tanto de descubrir cine como oportunidades de negocio—, en la presente edición coincidieron autores capaces de trazar su propia ruta en semejante mapa de colusiones comerciales. Y pocos con más mérito que Kim Jee-woon en The Age of Shadows, thriller que participa del trasfondo más viciado de la cinematografía surcoreana: el periodo de la ocupación japonesa. Kim sale más que airoso de una temática proclive al nacionalismo, rompiéndola con notas hitchcockianas que desvían la mirada de los avatares históricos para centrarse en sus víctimas, los héroes a la fuerza habituales en su filmografía. Un rol a la medida de un Song Kang-ho un tanto desaparecido en los últimos años, capaz aún de expresar contradicciones internas reflejadas menos en la prolija trama de espías que en una planificación visual que parece asediar a los personajes, deseosos de evadirse del terrible relato que la historia les ha condenado a protagonizar. Una cota trágica, por el contrario, fuera del alcance del hongkonés Dante Lam en Operation Mekong. Su cine es representativo de la deriva cinematográfica de la ex colonia británica en la pasada década, cuya huella —la del cine de género más iconoclasta y audaz de los 80 y 90— ha ido erosionándose ante las sinergias impuestas desde la China continental. Su último trabajo parte de la historia real del sangriento asalto de dos barcos chinos por narcotraficantes tailandeses en el río del título, el cual hace de frontera a Myanmar, Laos y Tailandia, e incide en dicha tendencia en dos frentes: el ideológico, al tratar el operativo contra los narcos desde la perspectiva centralista de ínfulas hegemónicas del gobierno chino; y el formal, aproximando una vez más el actioner hongkonés a los estándares de apariencia realista y niveles controlados de violencia del blockbuster de la República Popular. Por más que se reconozca la sofisticación de Lam desde The Viral Factor y alguna otra chapuza crematística, no nos hallamos ante un cineasta que lidere los tiempos como sus antecesores, sino que se limita a fundirse con ellos en la bruma de incertidumbre del gigante asiático. Otro tanto puede decirse de Makoto Shinkai y su última película, Your Name, respecto a un audiovisual japonés cada vez más encerrado en sí mismo. Lo más interesante de Shinkai, un pesimismo antropológico inextricable y misteriosamente ligado a la belleza de las imágenes, queda disimulado por la fuerte codificación de un anime para adolescentes. Una fachada engañosa, pues en el seno de la fantasía late la contradicción entre las expectativas románticas —expresadas con un manierismo pop del gusto del público nipón— y un sustrato sintoísta que evoca la intrascendencia del ser humano. A pesar de ello, que Your Name sea la primera película de su autor que aspire a convertirse en clásico popular de la animación nipona supone en sí mismo un cierto fracaso que abre la puerta a futuras claudicaciones. Quien sí tiró la toalla fue Sion Sono en Antiporno, pésimo arranque del proyecto colectivo de relanzamiento del roman porno, aquellos films eróticos de miras (y a veces excusas) artísticas con los que Nikkatsu sobrevivió a la dura competición por las taquillas de los años 70 y 80. De las películas más estridentes de Sono, los escasos logros de Antiporno —recuperación de cierta inquietud expresiva propia del teatro vanguardista de los 70, ruptura de la fachada de capitalismo cooperativo de la sociedad japonesa de nuestros días— son desplazados por una palmaria carencia de discurso que lleva al autor a arremeter contra los fundamentos del subgénero, despreciando la libertad de expresión que le brinda por mor de la revisión feminista, la cual, una vez más, rima con oportunista.Hubo que esperar de nuevo a Kiyoshi Kurosawa y su Creepy, la otra perla del fantástico que presentó en esta edición de Sitges, para rememorar otra época de plenitud creativa del cine japonés: las producciones directas a vídeo conocidas como V-Cinema, corriente de la que él mismo participó y con las que el presente trabajo guarda no pocas concomitancias. Con Teruyuki Kagawa en otra interpretación perturbadora a las órdenes de Kurosawa después de la miniserie Penance, la película desafía a las mentes perezosas alternando registros de comedia negra, de drama familiar y de thriller sin ninguna preocupación por equilibrarlos de cara al espectador. Desde el violento prólogo una inquietante atmósfera se va estañando en férreos encuadres que, intuimos, van definiendo un espacio mental, hasta llegar a un punto en que otro director hubiera elaborado un clímax perfecto para una densa intriga psicológica. Sin embargo, Kurosawa ahuyenta a los estetas abriendo las puertas a lo grotesco, al apunte ligero y al requiebro irracional, acaso acordándose de ese público que veinte años atrás hubiera usado el fast forward para ahorrarse una obra maestra que no necesitaba un domingo por la tarde. Porque no estamos rodeados de monstruos fascinantes como Hannibal Lecter o Frank Underwood, viene a decir, sino de seres frágiles amenazados por el colapso de las estructuras familiares y laborales que soportan el peso de nuestra placidez. Toda vez que uno es parte integrante de estas estructuras, pues, sobran las racionalizaciones y demás subterfugios que distraigan de la visión desnuda del horror en que nos hemos convertido para otros.
Ese espejo que no refleja la luz, sino nuestras sombras, se llama cine fantástico. Aquello, pese a quien pese, Kiyoshi Kurosawa hizo más y mejor que nadie en Sitges 2016.
FIN