A ghost story
Una de las sinergias más egoístas que promueven los festivales es la que vincula la politique des auteurs con una lucrativa demanda de turismo cinéfilo, actividad que alimenta la economía local, pero también el capital cultural de quien la organiza o practica, a menudo con la esperanza de acumular el suficiente para hacer transacciones de formación sólida por miseria líquida en la cuenta corriente. De la realidad de dicho intercambio da cuenta el descubrimiento incesante de autores —o, lo más frecuente, de segundas y terceras obras— y los éxtasis en serie al contemplar varias obras maestras diarias; justificación de un statu quo y una miríada de horizontes personales que ligan su supervivencia a la continuidad de la mascarada cíclica anual del circuito festivalero.
festivales premiando a films sobre refugiados,
subvencionados por quienes erigen fronteras
De este orden participan sin pretenderlo obras destacadas cuya singularidad solo habla del talento individual de sus responsables, ajenos estos a dinámicas de género que, o bien no tienen interés en incorporar a su cine, o bien juzgan en estado ruinoso e imposibles de rehabilitar. Ello no es óbice para que haya quien los considere faros que iluminan nuevas costas para el género, aunque en su mayoría se trate de islas particulares con cabida para un único barco: el del propio autor. Es el caso de Joachim Trier y su estimable Thelma, un drama sobrenatural en torno a una joven con poderes cuya dificultad para controlarlos (manifestada en ataques de epilepsia) parece emanar de traumas familiares y una identidad sexual confusa; a nivel profundo, sin embargo, late una legítima inadaptación a los mezquinos consensos sociales que empiezan a cuajar a su edad. Si el contenido remite a Brian de Palma, Polanski y otros epígonos hitchcockianos, la forma linda con un Kiyoshi Kurosawa menos ambiental y más orientado al estudio de personajes, de donde deriva la fácil identificación con la protagonista y, no nos engañemos, con el propio estilo de la película, caligrafía fina para una metáfora gruesa como halago encubierto al público que es.
Laissez bronzer les cadavres
Otro ejemplo palmario de autoría tan marcada como inconsecuente para el devenir del género fue el de A Ghost Story, bella disquisición existencial de David Lowery bautizada sin pudor alguno como «poshorror» por cierto periodismo cinematográfico, acompasando los últimos esfuerzos de la esfera Sundance por esterilizar el género de mayor potencial contestatario junto a la comedia. Su discreta acogida en Sitges comportó cierta justicia poética para quienes insisten en venderla con etiquetas perezosas como “poema visual” —no ayudan las imposturas estéticas de su primera mitad—, cuando en verdad se adentra en algo que es pura prosa: la vida y sus prolongaciones ilusorias, aquellas que interpretamos como emoción, identidad o convicciones mientras van desfilando ante nuestros ojos imágenes de sus incontables posibilidades, hasta que la última de ellas expira con nosotros y nuestra memoria. Que su mensaje radicalmente explícito se tomara por una apología de lo sutil y del fuera de campo solo por no incluir escenas cruentas es síntoma de un problema generalizado de comprensión del lenguaje visual, acaso el mismo detrás del empaque que se le ha querido atribuir a un producto como Caniba, de Verena Paravel y Lucien Castaing-Taylor: su inclusión en la Sección Oficial y la consiguiente exhibición en el Auditori no favorecieron una película que hace un lustro se hubiera proyectado como curiosidad en el más recogido y entrañable cine Prado. Documental acerca del caníbal japonés Issei Sagawa, alguien debió de tomar sus encuadres desenfocados y orbitando en torno a un ser decrépito como estudio de la condición humana, cuando paradójicamente tan solo delatan desinterés por entenderla y voluntad de explotarla. De ahí que no sea dicho dispositivo visual, sino aquellos segmentos que exponen frontalmente y sin retórica añadida prácticas masoquistas extremas, los que logran la comunión de espectador y directores una vez pisoteado el florido parterre formal que se interpone entre nosotros y el verdadero objeto de deseo de nuestra mirada: la degradación de mentes y cuerpos ajenos, anticipo morboso de la nuestra propia.
Y entusiasmo no le falta a Laissez bronzer les cadavres, en la que Hélène Cattet y Bruno Forzani han sabido frenar la esclerotización que amenazaba su cine, contraído sobre el esqueleto manierista de L'Étrange couleur des larmes de ton corps tras la sorprendente Amer. En Laissez... los fans de este matrimonio en lo artístico y en lo legal hallarán todas sus señas de identidad —montaje sincopado, planos breves y extáticos de alta carga simbólica, producción artesanal del sonido o narración caleidoscópica que cobra vida a través de sus variaciones—; sin embargo, el desplazamiento del eje del giallo al western (en términos de codificación) da como resultado la liberación de estos tropos, constituyéndose en expresión de amor no ya a un género o al cine, sino a nuestra olvidada capacidad para dejar que el mundo nos asombre y violente nuestra intuición de la vida y la muerte a través de los sentidos.
Por último, otros trabajos a priori más apegados a coordenadas genéricas en realidad participan de una corriente transversal más fuerte, que es la que finalmente gobierna la película. Como adelantábamos en la primera entrega, el rape & revenge ha resurgido en los últimos años con costuras muy diferentes a las del mero exploitation al que (con poco rigor) acostumbraba a asociársele, de manera que abundan las visiones singulares y en cierta medida estancas del resto. Así, antes que con la mágica Savaged, con la reflexiva Bound to Vengeance o con la panfletaria M.F.A., el discurso de Coralie Fargeat en Revenge se alinearía con el de Amy Lily Amirpour de The Bad Batch (estreno de Netflix proyectado también en Sitges) en clave temática y estética. En ambas películas la violencia sobre el cuerpo de la protagonista pone en marcha una narrativa que ataca directamente la percepción en boga de la identidad generacional millennial; sus tonalidades cálidas y unos encuadres precisos, cargados de tensión, se constituyen en exoesqueletos formales necesarios para llevar a término relatos endebles en sus primeros compases, a semejanza de unas heroínas en pos de una autoafimación que exige (literalmente) una travesía por el desierto. En el caso concreto de Revenge esta culmina en un apocalipsis a imagen de la clase privilegiada de 2017, con cuerpos acechando y arrastrándose sobre su propia sangre en un claustrofóbico laberinto de diseño. Ni sadismo ni guiño a ese aficionado que lleva toda la película aplaudiendo la preceptiva venganza: se trata de puro regocijo en el triunfo, no ya sobre la escoria asesina y violadora, sino sobre las expectativas vitales y culturales prefijadas por un orden depredador de carne joven y fresca; legitimado este en suplementos dominicales y sus odas a una creatividad azuzada por la precariedad económica, en redes de validación horizontal mutua entre usuarios a falta de la añorada verticalidad del ascensor social y, por supuesto, en festivales de cine que otorgan a films sobre refugiados premios subvencionados justo por quienes planean erigir más fronteras en este perro mundo. Revenge!
FIN
Álvaro Peña