Un artículo de Adriano Calero
Hace nada que el film Presence de Steven Soderbergh inauguraba la postrera edición (la quincuagésimo séptima) del Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña: el Festival de Sitges para los amigos. Diez días más tarde, o 230 largometrajes después, nuestro certamen cinematográfico de referencia llegaba a su fin. Sitges se despedía de nuestras vidas, como suele ser habitual, con una doble clausura. Una oficial, gala incluida, durante la cual se proyectó Nunca Te Sueltes (Never Let Go), la nueva aportación de Alexandre Aja (cuyo estreno comercial está previsto para el 31 de octubre), antes de culminar con otro cierre más popular, en el que las maratones cinéfilas ofrecieron un colofón en mayor concordancia con la desmesura de todo el Festival. Hace nada que vivíamos atiborrándonos de cine y, a pesar de la irregularidad cualitativa o de la exigencia que provoca el exceso, hoy todo es nostalgia. O trastornos propios de un síndrome de abstinencia fílmica. Por eso, gracias a esos caprichos de la percepción temporal, la intensa luminosidad de Sitges sigue alumbrando. Dialoga ahora con nuestro presente como ayer dialogaba con la oscuridad de las salas de proyección. Todavía perdura la luz y, sobre todo, el buen cine. No solo en nuestra memoria. Tomen nota.Sorprende positivamente que varias de las películas proyectadas tengan una fecha de estreno definida y cercana. Llegarán en cuestión de semanas obras como Cloud, la última rareza de Kiyoshi Kurosawa, quien estira los límites del thriller hasta dar con un resultado tan mordaz como terrorífico: un camino hacia el infierno lleno de erróneas decisiones (y de malas intenciones); o la película de animación Mariposas Negras del documentalista David Baute, quien reescribe el drama real de mujeres y familias desplazadas por culpa del cambio climático, actualizando y mejorando la denuncia de su anterior documental Éxodo Climático (2020). Y se estrenarán otras dos maravillas en los primeros días del próximo año, tonalmente en las antípodas: El Segundo Acto (Le Deuxième Acte), la nueva genialidad de un habitual de la casa como Quentin Dupieux, quien huyendo de toda corrección política y convención narrativa nos sumerge en una mordaz reflexión metacinematográfica, que es asimismo sátira actoral y social; y Maldoror de Fabrice Du Welz, otro asiduo director del Festival, quien recupera los crímenes sexuales que salpicaron durante los años noventa a toda la cúpula policial y judicial belga, en una intenso thriller cuyo ritmo está intrínsecamente ligado a la propagación del mal que nos muestra.
Pero si hay una obra que el público debería esperar y que llega lo suficientemente pronto como para que la expectación no decaiga (el 15 de noviembre), es evidentemente la película ganadora de la Sección Oficial: El Baño del Diablo (Des Teufels Bad), de los guionistas y directores austriacos Severin Fiala y Veronika Franz. Un tándem creativo que repite en Sitges por tercera vez, tras la premiada Goodnight Mommy (2014, Méliès d'or a Mejor película) y The Lodge (2019), y que en esta ocasión cuenta con la garantía de Ulrich Seidl en la producción (quien es, curiosamente, tío de Fiala y marido de Franz). Toda una familia creativa que ha conseguido dar con la fórmula perfecta en El Baño del Diablo. Un film tan impactante y sugestivo en el apartado visual como lo es en su guión, el cual sorprende además con un inesperado valor periodístico. De un modo que, pese al evidente dialogo formal con el folk horror, sabe aflojar el corsé del género que lo viste, dando lugar a un drama histórico que se puede medir en cualquier liga.
Y es así como en este Sitges 2024, tras años de premios discutibles y películas entronadas difíciles de imaginar fuera de los circuitos habituales del género, El Baño del Diablo triunfa y parece contentar a casi todos. Triplemente premiada, ha recibido el mayor galardón tanto por parte del jurado de la sección oficial, así como ha obtenido el Premio de la crítica José Luis Guarner y el Premio del Jurado Carnet Jove. Un plural reconocimiento que se suma al Oso de Plata ganado por su contribución artística sobresaliente en la Berlinale y a la elección del país austríaco como representación en los próximos Premios Óscar. Y aunque un futuro galardón de Hollywood parece improbable, El Baño del Diablo es en sí misma una victoria del cine a perpetuidad. Lo es en su pulso fílmico y en el desarrollo histórico que ofrece, en su capacidad divulgativa y en el modo como, mostrándonos el pasado, nos interpela desde el presente. Pura lección de historia. Incluso la sinopsis suena a actualidad: la depresión de una mujer que, al no encajar en sociedad, se autoexige hasta la enfermedad. Así suceda en el s. XVIII y la melancolía nos sumerja, literalmente, en el baño del diablo.
LA ANTESALA DEL MAL
Es fácil imaginar como en el pasado una simple depresión (que nunca es simple) era motivo suficiente para que te percibieran bajo un estigma diabólico. Desde la ignorancia popular de la época y por culpa de tanta superstición religiosa (que los barberos hicieran de médicos tampoco ayudaba), era imposible sanar a quienes padecían de una tristeza profunda y permanente. Dicha resistencia melancólica era entendida como obra del mal y, precisamente, el baño del diablo era ese espacio intermedio entre lo terrenal y la definitiva posesión demoníaca. Una triste evolución para una problemática que desde la Antigua Grecia se había abordado desde la filosofía o la ciencia. Sin soluciones concluyentes, pero sin la nebulosa del prisma religioso. Para Aristóteles, según Problemata XXX (o según las notas de su alumno Teofrasto), la melancolía era un síntoma de la excepcionalidad de los grandes personajes, de las mentes sensibles. Queda claro que durante el medievo lo vieron de otra manera.
Por todo ello, siempre será más fructífero quedarse con el devenir histórico posterior, con la aportación artística de melancolías como la de Alberto Durero, Edgar Degas, Edvard Munch, Edward Hopper o, ya en nuestro terreno y en nuestro milenio, la de Lars von Trier (Melancolía, 2011). Ahora es el tándem creativo austríaco compuesto por Fiala y Franz quienes abordan en El Baño del Diablo las complejidades de la condición humana: la frontera entre el yo interior (consciente e inconsciente) y el mundo exterior, entre el individuo y la otredad, y sobre los conflictos derivados de tanta incomprensión existencial. Parten de una terrible realidad acontecida en el contexto de los siglos XVII y XVIII en el que cientos de personas (más de 400 casos reales en los países de habla germana), en su mayoría mujeres, optaron por el crimen para evitar la condena eterna que suponía el suicidio. Bajo el prisma religioso, era mejor matar y arrepentirse en la confesión, que quitarse la propia vida.
Así comienza El Baño del Diablo, con el llanto de un bebé que hiere emocionalmente desde el fuera de campo. Le sigue un asesinato y una confesión. Una madre que asesina a su propia criatura. Tal vez, como una declaración de intenciones sobre lo que vamos a ver y a sufrir. Aunque El Baño del Diablo continúe con la vida de otra mujer, con la historia de Agnes: una humilde campesina que abandona la casa familiar al casarse con Wolf y que ansía la maternidad más que nada en su mundo. Pero es la dura realidad de antaño en los profundes bosques del norte de Austria y la soledad del domicilio conyugal aquello que realmente encuentra. Exigencia e incomprensión. Y paulatinamente, la depresión. La melancolía puede (sobre todo, podía) suponer un viaje de no retorno y es así, a fuego lento, como el film gana intensidad. Para alcanzar al final del camino la excelencia. Aunque la precisión y el mimo cinematográfico con el que se ha hecho El Baño del Diablo conmueve desde el primer instante.
Por un lado está la veracidad que rezuma la película. La documentación preexistente facilitada por la historiadora Kathy Stuart es un gran punto de partida. Los directores Franz y Fiala se apoyan en casos reales de la época, en sus registros históricos judiciales, y escriben su película a partir de los interrogatorios y de las confesiones criminales que contienen. Eva Lizlfellnerin es una de las voces del pasado, la interrogaron en tres ocasiones. Agnes es su reflejo. Por eso la película resulta tan verosímil. Y todo suma en la adecuación de la fidelidad histórica: el casting, la caracterización, el vestuario, el maquillaje, los amuletos o el atrezzo que las representa, las prácticas diarias y los rituales del momento (boda y sacrificios incluidos). Todas ellas son voces del pasado que emergen en el presente fílmico como figuras naturales del lugar. La labor de los directores en la puesta en escena es tan rigurosa como el diseño de personajes. Mas la actuación de la actriz protagonista quien encarna a Agnes, Anja Franziska Plaschg, es claramente el resultado de un talento interpretativo extraordinario.
Lo admirable es que Plaschg sea antes cantante (y compositora) que actriz. Conocida principalmente por su proyecto musical Soap&Skin y por canciones como Me and the Devil de la serie Dark, Plaschg apenas cuenta con dos trabajos en la actuación (Still Life, 2011, y The Dreamed Ones, 2016). De ahí que fuera inicialmente propuesta como la compositora de la banda sonora del film (que asimismo firma) y que la oigamos tararear y cantar a modo de manifestación vital del personaje. Porque los directores vieron en ella a la Agnes real y el resultado lo confirma con creces. Plaschg te atrapa en su devenir emocional, el de Agnes, conduciéndonos sutilmente hacia una tragedia llena de matices. Su labor culmina con una de las interpretaciones más desgarradoras, exuberantes y alucinadas que se han podido ver en Sitges. En una secuencia donde el susurro se confunde con el llanto y el llanto con la alegría desmedida. Y la pasión en la mirada. Sentimos el triunfo del alma sobre la muerte. Como si Plaschg sonorizara la inolvidable interpretación de Maria Falconetti, en una composición que nos invita a recordar La Pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d'Arc, 1928) de Carl Theodor Dreyer. La abstracción espacial y el predominio del rostro sobre el fondo. Tan solo impresa sobre ella la sombra reticular del confesionario. Unas rejas que dialogan con las rejas de otro rostro, de otra mujer. En la película y a través de la historia.
El Baño del Diablo es, sin embargo, una película que se manifiesta cómodamente en el plano general (y en el gran plano general). La escala utilizada es múltiple y cuando la vida fluye la cámara se acerca desplazándose en su seguimiento, pero los directores y el director de fotografía Martin Gschlacht (quien repite con Fiala y Franz tras su primera colaboración en Goodnight Mommy) impactan numerosas veces con composiciones fijas alejadas del objetivo. Es la distancia moral y el estatismo provocado por los crímenes que se muestran, pero es asimismo la prueba fehaciente del vacío que queda tras semejante monstruosidad. Los personajes, a veces imperceptibles en la lejanía, se difuminan en un marco de belleza natural, aislados, perdidos ante su destino. Se siente la tensión entre la inmensidad de la naturaleza y su gélida belleza, filtrada por la cámara con una fría temperatura lumínica. Llega la noche y con ella el fuego de antorchas, calderos y velas que irrumpen en la oscuridad intentado infructíferamente ganarle terreno a las sombras. La ambientación está servida.
He aquí una película que será difícil de olvidar y, aún así, pese a sus potentes imágenes, solo quedará su significado. Porque es el drama narrado el que se erige por encima de todo y de todos. Impresiona la tragedia de un pasado remoto y si lo hace es por su paradójica actualidad. Pues el conflicto sigue vivo. Puede que no busquemos la curación en la sangre del prójimo, pero aún queda mucho camino por recorrer en el terreno de las enfermedades mentales. El trayecto parece igual de largo en la presión que ejerce la sociedad. Han pasado casi trescientos años, pero seguimos habitando un escenario que fagocita a sus habitantes. Y si antes era la religión, o su interpretación, ahora es la ley del mercado. Este capitalismo enfermizo que todo lo rige. Todo es presión en el exterior. Quizá será en un futuro lejano cuando perciban sobre nosotros la proyección de esa sombra reticular.