Tras cuatro años de ausencia y el aparente agotamiento de una franquicia que vivió tiempos gloriosos y serios altibajos, no era fácil recuperar la serie bondiana con motivo de su cincuentenario. Por expreso deseo de Daniel Craig, que ha sabido insuflarle al desgastado personaje la dureza original de Sean Connery. El director, Sam Mendes, fue elegido para abrir una nueva etapa que ya tiene previstas otras dos entregas. Ganador de un Óscar por American beauty y autor de joyas como Revolutionary Road, el cineasta británico afrontaba la peliaguda tarea de situar a 007 en tiempos de incertidumbre y crisis económica.
Mendes opta por dirigir su mirada hacia el pasado. Bond y el MI6, con su jefa M a la cabeza. En Skyfall hay más tela que cortar que en cualquier otro Bond de estos festejadísimos cincuenta años. Vamos a resumirlo en cinco puntos: 1) Cicatrizada la herida de amor abierta en “007 Casino Royale” (2006) y todavía no cerrada en “007 Quantum of Solace” (2008), Bond sigue volcando toda su callada sentimentalidad en el personaje de M, que aquí adquiere rango de coprotagonista; es casi una película dentro de la película, un terso melodrama maternofilial. 2) Inesperadamente, el villano de turno (Bardem, tan gay como brillante) también echa el lazo a M en un giro de guión de quitarse el peluquín. 3) De manera no menos insólita, viajamos a lo más profundo de 007, incluso a su infancia, para descubrir su “rosebud” particular. Comprobareis que Skyfall se permite muchas licencias para matar todo asomo de previsibilidad.
4) Las chicas guapas y las escenas de cama quedan en un segundo plano.
5) Finalmente la tradición se impone sobre la osadía y, al margen de las prescriptivas y excelentes secuencias de acción, reflota nuevamente el humor (autoparódico en el caso de Q), los cócteles están bien agitados y la conmovedora escena final reconduce la saga a los orígenes conneryanos, como diciendo “Pase, pase, Dr. No”.
En definitiva, Skyfall es prácticamente todo lo que podrías esperar de un Bond del siglo XXI.