Ayer y hoy han sido días muy intensos: Slavoj Zizek estuvo en Lima. Se trató de una visita poco publicitada y, de hecho, fue un evento sobre el cual se levantaron mucha sospechas. Nadie estuvo muy seguro de qué estaba pasando y solo se supo con certeza que las conferencias se llevarían a cabo, al menos para los escépticos entre los que me encontraba, hasta ayer mismo. Zizek, al menos hasta donde sé, hizo cuatro intervenciones públicas: fue condecorado en las UARM, en la UNMSM y luego dio dos conferencias en el Centro de Psicoterapia Psicoanalítica en Miraflores. Las dos primeras intervenciones no fueron propiamente conferencias magistrales, sino intervenciones espontaneas en el contexto de las condecoraciones recibidas; sin embargo, se trató de exposiciones largas y muy valiosas (además de gratuitas). Las dos últimas fueron, en cambio, exposiciones temáticas, previamente programadas y, además, pagadas. Además de Zizek, expusieron algunos especialistas peruanos que antecedieron las dos ponencias el filósofo esloveno (una ayer en la noche y otra hoy por la mañana). En este post me quisiera ocupar de su exposición de ayer, que tuvo como tema el rol de Dios en la política. La exposición de hoy, sobre Hegel, será resumida por mi buen amigo Daniel en su propio blog. Ese fue nuestro acuerdo
Zizek (Z) inició su conferencia haciendo alusión a una frase que comúnmente se atribuye a Fiódor Dostoievski: “si no existiese Dios, todo estaría permitido”; sin embargo, Z pronto problematizó la idea haciendo alusión a comunidades (se refirió a las comunidades homosexuales, principalmente) que sin tener ningún referente divino, eran muy estrictas y reglamentadas, sugiriendo, así, que la idea de Dios no tenía ninguna relación directa con el establecimiento de formas de orden. En ese sentido, Z indicó que lo que quería demostrar en su charla era la idea, más bien, opuesta a la atribuida Dostoievski: “que en virtud de la existencia de Dios es que todo estaba permitido”, aunque, como veremos, Z se refiere a un tipo de Dios particular.
Para ahondar en esa idea, Z se detuvo en las dos formas que, a su juicio, fungen como garantes de estándares básicos de decencia: la religión y la poesía. No obstante, Z sugiere que esas dos formas de expresión humana, por el contrario, muchas veces han sido cómplices de formas de violencia masiva. Recordó, por ejemplo, que casi todo buen genocida había tenido un buen poeta detrás de sí. Una idea que recuerda a esa del embellecimiento poético de la guerra, sugerido por Walter Benjamin. La poesía, así, aunque no la genuina poesía, indicó Z, es una forma de justificación estética de la barbarie. De hecho, Z recordó una novela que había leído hace un tiempo, Grey Eminence, que narraba la historia del padre José, la mano derecha del cardenal Richelieu durante el tiempo de la guerra de los 30 años. Lo que le pareció relevante a Z de esta historia fue la clara muestra de esta legitimación poética de la violencia: el padre José era un asesino perverso al servicio del cardenal y, a la vez, era un dotado escritor de poemas místicos. La idea es, pues, que ciertas formas que se piensan ordinariamente como dadoras de moralidad, como la religión y el arte, pueden ser, más bien, legitimadoras de destrucción.
Algunas formar de religión, de otro lado, llevan a este tipo de formas de legitimación de modos que uno podría no advertir. Z mostró que, más allá de que sus ejemplos sean realmente acertados, que ciertas expresiones de la religiosidad hindú pueden ser catalizadoras de la violencia al problematizar la noción de agencia. Al negar la individualidad y la acción intencional del ser humano para insertarlo, más bien, en un todo más complejo que lo supera, indicó Z, el hinduismo termina avalando en su discurso la pérdida de la responsabilidad individual. Su ejemplo fue más o menos como sigue: “Imaginen que tomo un cuchillo y decido apuñalar a la persona que está a mi lado. Si uno se inscribe en ciertos discursos religiosos como los recién descritos, uno podría decir que tal apuñalamiento nunca existió como un acto intencional. Se trataría, simplemente, de la interacción de objetos varios, donde el crimen no es tal. Lo único que sucedería es que un cuchillo entra en la piel de otro ser humano varias veces, pero eso no tendría por qué tener connotación moral”. Aunque el ejemplo sea algo caricaturesco, la idea se comprende bien, me parece.
Ahora bien, todo este concepto de la violencia lleva a Z a hablar de los regímenes totalitarios y del rol de las ideologías (una aclaración: no siempre es fácil establecer un hilo conductor, Z es muy disperso). La postura de Z, contra lo que se cree ordinariamente, es que las ideologías no hay desaparecido, sino que se encuentran en plena vigencia, aunque a través de formas en las que antes no eran percibidas. Por ello el autor gusta hablar de dimensiones explícitas así como tácitas de la ideología. Así, por ejemplo, Z indica que las comunidades con estructuras de poder totalitarias no solo tienen formas ideológicas explícitas, sino muchas reglamentaciones tácitas asociadas a la ideología, aunque pocas veces tematizadas. Hay ciertos modos de descarga, por ejemplo, que son habitualmente válvulas de escape “espontáneas” frente a las situaciones comunes de terror. Z pone el ejemplo de un compañero suyo durante el servicio militar (de la ex-Yugoslavia totalitaria y comunista) que por razones médicas fue obligado a masturbarse frente al doctor que lo trataba. Sin embargo, la escena masturbatoria no solo fue presenciada por el médico, sino por todo el grupo de soldados entre los cuales Z se encontraba. El doctor, al caer en la cuenta de la extraña situación, se dirigió al público con una mirada y una sonrisa que, de inmediato, desató las risas de todo el mundo…excepto de Z. Z fue reprendido por el médico, aduciendo que no era capaz de sentir solidaridad por su compañero durante la extraña faena masturbatoria. La reflexión que Z deriva de esto es que al no haberse reído, él estaba violando un código ideológico tácito, a saber, una forma de solidaridad obscena necesaria como medio de distensión en medio del terror de un régimen totalitario que se manifestaba esta vez a través de la humillación pública del soldado. Así como este caso, piensa Z, existen muchas leyes no explícitas, pero cuya violación se considera una falta grave; así como existen muchas leyes dadas, pero cuyo cumplimiento supone alguna forma de exceso o falta. El punto, en todo caso, es que jamás, en un sentido o en el otro, la vigencia o no vigencia de la regla puede tornarse explícita: si así fuera, esta pierde todo sentido real. Z recuerda otro ejemplo de la época de Stalin. Según cuenta, se trataba de una reunión de la cúpula de poder del partido que tuvo un evento sumamente anómalo: una de los miembros de la cúpula, terminado un discurso de Stalin, empezó a criticarlo en lugar de aplaudirlo efusivamente. Un segundo sujeto alzó la voz, pero no para seguir al primero, sino para recordarle de modo airado que “en este régimen nadie puede criticar a Stalin”. Al día siguiente, contra lo que podría pensar uno, no fue el primero, sino el segundo el que fue desaparecido. La enseñanza que Z rescata es clara: el pecado no está tanto en criticar al régimen, sino en hacer explícito que no hay ninguna libertad para hacerlo. Guardar las formas es fundamental. El poder totalitario, explica Z, siempre debe dar la impresión de que uno pueda elegir libremente, aunque sea obligándonos a elegir con libertad.
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*Fotografía de Roxana Escobar, tomada el día de ayer en la UNMSM