Ya saben ustedes que los tigre somos muy de adoptar las tendencias como mínimo con un par de temporadas de retraso.
Eso sí, cuando por fin nos da por subirnos al carro de las modas pasadas, ya sean las camisas con hombreras, los pantalones tobilleros o los bigotes de diseño, siempre lo hacemos con furor, entregándonos en cuerpo y alma al estampado marinero, o cualquier otro print de temporada que haya captado nuestra atención esquiva.
En lo vital no íbamos a ser menos. Qué mejor momento que ahora, quince años después de su consagración como moda mundial, para unirnos a este movimiento tan trendy de la slow life. Los tigre somos así, siempre a la última.
Como viene siendo costumbre, la slow life se ha colado en nuestras vidas por la puerta de atrás, cuando menos la esperábamos, pegándonos un susto de padre y muy señor nuestro.
Verán, lo que nosotros andábamos buscando era una hipoteca. De las de toda la vida, de esas que vienen con cuarto y mitad de ladrillos y una plaza de garaje para el monovolumen. Íbamos derechitos y obedientes al olimpo de la vivienda unifamiliar moderna con nuestro suelo radiante, nuestra cocina americana y nuestro baño con alcachofa grande.
Al señor del banco lo teníamos embelesado a base de enseñarle los papeles muy rápido para que no le diera tiempo a hacer demasiados cálculos. El notario nos esperaba puntual con su pluma y su tintero, todo estaba preparado, calculado, sopesado y analizado para pasar a formar parte de las fuerzas del bien con el resto de ciudadanos precavidos y cabales de la urbe.
Todo estaba en orden. Todo, menos nosotros, que de cabales y precavidos tenemos más bien poco. Algo no encajaba en el puzle inmobiliario que nos habíamos montado.
Con las mismas rompimos los planos que con tanto esmero habíamos diseñado con nuestra escuadra y nuestro cartabón, arañando metros cuadrados de sisal con encono, y pusimos pies en polvorosa dejando en la cuneta al señor del banco, al notario y al constructor. No hay dolor, nos dijimos. Esto no es lo nuestro.
No nos faltaba razón, el universo de las casas eficientes con bombas de agua caliente y sistemas de recuperación de calor no estaba cortado a nuestra medida. Los tigre somos más de horno de leña, ventanas que no cierran y paredes inclinadas. A nosotros lo que nos va es mudarnos sin pensar, a golpe de puro enamoramiento, sin certificados energéticos ni ventanas de doble perfil.
Qué le vamos a hacer, somos así, hemos caído rendidos a los pies de una fachada protegida con trescientos años de historias que contar.
Poco importa que esté donde cristo perdió la alpargata, que vayamos a tener que empeñar el fondo de pensiones para calentarla con leña en invierno o que no haya forma humana de calzar un armario en esos suelos de madera de la época de mari castaña que no han conocido la línea recta.
El amor es así, un día eres un animal de suburbios y al día siguiente te encuentras viviendo en una granja perdida en algún lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, bebiendo los vientos por sus vigas, sus maderas y sus achaques arquitectónicos.
Para los que sigan mosca intentando dilucidar qué tigresa es la de la foto, no se hagan cruces, soy yo, la misma que viste y calza.
Es una diapositiva rescatada de hace tropecientos años que ilustra a la perfección mi cara mientras me pregunto “Espejito, espejito ¿cómo será esto de la slow life, la vida rural y el lento devenir de los días y las estaciones en el campo?”
Pero no adelantemos acontecimientos, la slow life tendrá que esperar. De momento nos mudamos el lunes que viene y el jueves nos lanzamos a la carretera. Dos mil quinientos kilómetros en furgoneta con las cinco niñas, para tostarnos al sol malagueño durante un mes.
Si no me dejo caer por aquí antes, no sufran por mí, nos vemos en Septiembre.
Entre tanto me voy a ir empollando esta cita tan ad-hoc que me han soplado mis amigos los del instituto mundial de la slow life:
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Soren Kierkegaard