A todos hay personas que nos han marcado. En mi adolescencia, hay más de una: está la chica que perseguí pero que no pudo ser mía, los colegas con los que bebí un par de cientos de noches, el hombre que veía desconocidos frente a sí cuando perdí a mi abuelo, y aquel otro que entró en clase y lo cambió todo: Alfredo A. C., el profesor de Lengua castellana y Literatura.
A mis diecisiete, él debía tener cincuenta y tantos, e imagino que, a fuerza de golpes, había echado mano de esa idea clásica del estoicismo, que recoge entereza ante la adversidad, pero también una pizca de indiferencia y de conformidad cuando toca. Al fin y al cabo, no éramos nosotros quienes lidiábamos constantemente con críos y crías que querían hacerlo todo muy fuerte, muy rápido y, sin saberlo, muy mal.
Como mi archivo gráfico es limitado, ahí va una foto de otro Alfredo con el que me escapé de algunas clases, pero no de Lengua castellana y Literatura (si pude evitarlo).De las clases del primer año recuerdo bastante menos que del segundo; juraría que pensé que para qué habíamos comprado un libro de más, juraría que solo hicimos análisis morfosintáctico, y juraría que a la mayoría no le importó demasiado; también que no tuve excesivos problemas con aquello, y que disfruté de algo más de libertad e incluso de un atrayente soplo de poder, juzgando quién saldría a la pizarra y quién no.
Nunca entendí el porqué. Al principio, creí ver algún tipo de arma arrojadiza bajo apariencia de sarcasmo; más tarde, terminé por relajarme. Lengua se convirtió en un espacio más voluble; donde existía un punto de inflexión. Quizá Alfredo recordaba aquella famosa cita atribuida a Abraham Lincoln que dice: “Casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder”, y procuró los elementos suficientes para plantear un microcosmos distinto en cada aula de bachillerato.
Tras casi media vida, su imagen se distorsiona en la memoria: calvo, con gafas de pasta y siempre afeitado; arreglado conforme a los cánones que imagino exigen al jefe de estudios de un colegio de curas y el adjetivo mordaz encajado entre ceja y ceja. Un tío al que parecía que no podrías coger nunca por sorpresa, pero que estoy seguro de que se alegraba de equivocarse de vez en cuando; tanto cuando convertías una adversidad en ventaja como esas pocas veces que conseguías volver contra sí la naturaleza del propio sistema.
Era alguien; alguien alegre, liberal, muy de la Movida, y supongo que lo seguirá siendo con una década más a rastras. Alguien que sabía que las cosas no se han de forzar, que llegan cuando llegan, que son años malos para los del pupitre y que, si uno lo toma demasiado en serio, no saldrá vivo de ahí.
Pero eso no lo vi entonces, y quizá todo lo que hoy puedo ver no sea más que un pequeño fragmento de lo que fue. Es posible, pero ahí poco se me puede reprochar: vivimos así. Solo recuerdo una lección —solo una—, pero disfruto la gran suerte de que también esta se haya vuelto versátil a lo largo de los años.
Me enseñó que la lengua era cuestión de morfología y de sintaxis, y cómo estas debían actuar entre sí; me mostró la línea, la recta, la norma, para que más allá del colegio, de la selectividad, de la universidad, yo pudiese doblarla, combarla e incluso romperla. Nos enseñó lingüística, y yo aprendí literatura.
Así que supongo que fue un gran profesor, no lo recuerdo; pero ¡qué coño!, sé que fue una gran persona, o yo no estaría perdiendo una mañana de sol de un martes garabateando en una servilleta.
Allí donde estés, espero que sigas siendo tú.
Gracias, Freddy.