Seguí pintando mi serie de soles, todas telas de tamaños más bien regulares con las que entendía, como dejé dicho, cristalizar uno de mis viejos sueños. Elegí como elemento principal para una de esas telas, una pequeña escultura de Antonio Sibellino, la que elevé a dos metros de altura, vista como podría hacerlo un hombre sentado. Quise así rendir homenaje a uno de los más grandes escultores de nuestros días. Muchos dicen que Sibellino hizo pocas obras; quisiera recordarles a ésos que hay grandes artistas con menor número aún, lo que no les impide ser grandes artistas, porque el arte no es cuestión de cantidad, sino de calidad.
Poner precio a mis cuadros, tener una conversación sobre dinero, pensar que alguien pudiera decirme que mis telas eran caras o, peor todavía, que alguien osara pedirme rebaja, bastaba para inhibirme, y esto ha sido siempre así. Por estas razones, ya caso porque temiendo ellos a su vez que yo diera cifras astronómicas, los interesados me consultaban tímidamente, yo cambiaba entonces de conversación y ya no se hablaba más del asunto. Cuando advertí esta verdad, comprobé que el remedio era simple, consistía en escribir sobre el catálogo de mi última exposición, junto al título de cada obra, su precio. Idea magnífica; en adelante, a las personas que me preguntaban cuánto costaba tal cuadro, yo les pasaba el catálogo sin decir palabra; sin decir palabra me lo devolvían indicándome el cuadro elegido. Tan bien se vendieron mis telas de alli en adelante, que debía suspender su venta para conservar cierto número para mis exposiciones en Europa, porque Europa volvió a ser mi meta, desde que me pareció posible vivir de mi arte.
Tal vez alguien se pregunte qué manifestaciones de solidaridad recibí a raíz de mi cesantía en el Museo (Provincial de Bellas Artes de La Plata) y cuál fue el destino de éste. Hice notar que la opresión en que vivíamos tornaba a la gente cauta; eran los días en que las bandas peronistas detenían a los ciudadanos en las calles para que con ellas en mangas de camisa gritasen vivas al régimen, al presidente y a la presidenta, y cuando no acceder a tal exigencia podía significar quedar en el sitio aturdido a cachiporrazos. Al igual que las personas, las instituciones callaban. En mi caso, el silencio fue profundo, hasta que un día, sorpresivamente, pues habían transcurrido meses, recibí una nota de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos firmada por su presidente, el pintor Raúl Soldi, en la que se me pedían datos e informes acerca de las circunstancias de mi cesantía, para “actuar” en consecuencia. Respondí con mi renuncia a la Sociedad, de la que fui fundador, entendiendo que era más explicable el silencio que la propuesta bien cautelosa de una acción tardía.
Bajo el pretexto de la “libertad creadora” se buscaba un arte cómodo en función transitiva, concebido para una época en la que el hombre no se exige ni exige nada duradero, nada sobre lo cual detenerse y discurrir toda una vida.
Pero no barniza el que quiere -trátese de pintura al óleo o de pintura a la témpera o a la acuarela-, sino el que sabe, pues para recibir el barniz es requisito que una gran justeza de tono haya presidido la realización de la obra. De ahí que el que sabe, trabaje el color de acuerdo con la firmeza que ha de agregarle al barniz, y eso está sabiamente calculado por el sexto sentido que opera respondiendo al conocimiento adquirido.
Hay una ciencia sutil, me atrevo a decir que inefable, de las reacciones de cada pigmento que únicamente la aporta el trabajo y el amor a ese trabajo, que a la postre es la experiencia. El que no sabe, toma los colores al óleo o a la témpera y los aplica por lo que son, nunca en razón de lo que serán bajo la ligera capa vidriada que deberá preservarlos.
EMILIO PETTORUTI
“Un pintor ante el espejo”