Revista Cultura y Ocio

Sobre ´decir noche`, por juan manuel garcía ramos

Por Elircourt
SOBRE ´DECIR NOCHE`, POR JUAN MANUEL GARCÍA RAMOS
SOBRE ´DECIR NOCHE`, POR JUAN MANUEL GARCÍA RAMOS
PUBLICACIÓN EN LA PROVINCIA-DIARIO LAS PALMAS 11.10.2012.-
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SOBRE ´DECIR NOCHE`, POR JUAN MANUEL GARCÍA RAMOSElsa López, Elisa R.C. y Juan Manuel García Ramos durante la presentación de Decir noche en el Ateneo de La Laguna, Tenerife.
PRESENTACIÓN DEL LIBRO DECIR NOCHE, DE ELISA RODRÍGUEZ COURT.


ATENEO DE LA LAGUNA, 28/9/2012.

   JUAN-MANUEL GARCÍA RAMOS
Ya he escrito en otra parte que la historia de la literatura es un ir y venir incesante, un espejo donde nos miramos para saber algo más de nosotros mismos mediante el artificio del lenguaje. Una aleación permanente de escritura y lectura, y viceversa, tal y como queda demostrado en Decir noche, el último libro de Elisa Rodríguez Court.

Pero, ¿qué existe en el escritor antes de la creación propiamente dicha? ¿Qué rumores, qué amasijos indefinidos de experiencias acumuladas, de sabidurías, emociones, sensaciones, sensibilidades, instintos, obsesiones, sufrimientos y dichas, errores y terrores que todavía no han alcanzado su condición lingüística?

En una sola criatura, en el escritor, coexisten las cosas del hombre, el animal de la naturaleza, y las palabras del Hombre, el ser de la civilización , en una suerte de dialéctica permanente entre el flujo de pensamiento salvaje y el lenguaje sofisticado: el grito y su refinamiento.

El crítico y pensador George Steiner, nacido en París, judío de origen vienés, ha meditado mucho al respecto y sería conveniente que retomáramos algunas de sus propuestas en tal sentido. Lo ha hecho en un librito intitulado Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, publicado originalmente en inglés en 2005 y editado en español dos años más tarde por Ediciones Siruela .

De entre esas diez razones para la tristeza que nos invade como seres humanos, Steiner elige la de la imposibilidad de traducir a lenguaje el ajetreo incesante de nuestro pensamiento, sobre todo de nuestro pensamiento consciente y subconsciente.

«Dentro del magma turbulento y polisémico de los procesos conscientes y subconscientes, el pensamiento incesante o sus antecedentes, del todo misteriosos, tanto nocturnos como diurnos, son recuperables sólo de manera fragmentaria. Al emerger a la iluminada superficie a través de las limitaciones simplificadoras del lenguaje…» , afirma Steiner en el capitulillo que hace referencia a Ludwig Wittgenstein, también vienés, y a las manifestaciones de este pensador austriaco en torno a su Tractatus, cuando sostenía que la parte realmente valiosa de ese libro era la que no llegó a escribirse.

De esa desazón de la que se ocupa Steiner entre sentir y decir se había ocupado ciento tres años antes el poeta, narrador, ensayista, libretista de óperas, en colaboración con Richard Strauss, y dramaturgo vienés, Hugo von Hofmannsthal, en un texto hoy imprescindible para todo lo concerniente a lo que significó la cultura literaria en su paso del siglo XIX al XX. El paso hacia la Modernidad.

Se trata de lo que ya se conoció primero sencillamente como Ein Brief (1902), Una Carta, y luego se popularizó como Der Brief des Lord Chandos, La carta de Lord Chandos, un personaje imaginario del siglo XVI-XVII, creado por Hofmannsthal, para ponerlo en conexión con el filósofo, escritor y político inglés, Francis Bacon, al que le plantea su decidida renuncia a la actividad literaria por haber descubierto el abismo que se abre entre las palabras y los hechos reales. Para Chandos, la verdad última del mundo es irreducible a la expresión lingüística. Ese es su axioma.

Como le confiesa dramáticamente Lord Philipp Chandos a Bacon: «…he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa». El personaje de Hofmannsthal no solo ha perdido la fe en el lenguaje, sino que se encuentra como si «estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos».

En ese lúgubre espacio vegetal se instala el libro de Elisa Rodríguez Court, muy bien asesorado tanto por el narrador catalán Enrique Vila-Matas, como por su álter ego Julien Gaul, quienes tomarán el texto de Lord Chandos «como esa atracción por la nada que hace que ciertos autores no lleguen, en apariencia, a serlo nunca…». Lo que tanto Vila-Matas como Gaul llaman la «enfermedad Bartleby», que padecen los escritores que renuncian a su oficio, en alusión al desabrido escribiente de Herman Melville que se niega a cumplir sus mínimas obligaciones burocráticas y nos anuncia, con su actitud desconcertante, la posterior literatura existencialista y del absurdo.

Decir noche es un diálogo fecundo de la narradora, Beatriz, cuya vida intemporal transcurre en ese jardín de estatuas sin ojos, con otros muchos escritores que ella ve, aunque su figura permanezca invisible para los demás, y que entran y salen de la narración para aportar sus testimonios al debate iniciado por Philipp Chandos, debate en el que también interviene, de manera insistente, Emily Dickinson, encerrada en su cuarto, pero con una ventana que da al tan traído y llevado jardín de las efigies ciegas, lo que le permitirá a la narradora convertir a la poeta estadounidense, casi inédita en vida, en la vecina más cercana del atribulado Philipp Chandos y en su virtual interlocutora.

En resumen algo apresurado, esta es la historia que se nos narra en Decir noche, pero esa trama sencilla se volverá cada vez más excitante merced a las contribuciones de los autores que Beatriz hace salir a escena a posicionarse frente a la misiva y a la propuesta rotunda de Philipp Chandos.

Desde que Arthur Rimbaud eligió entre la palabra precoz que inauguraba un orden nuevo y disonante y el silencio rotundo posterior que se autoimpuso, y obligó a casi todas las artes vecinas, entre ellas la pintura y la música con sus consiguientes reencuentros consigo mismas, a descomponer sus tradicionales modelos compositivos, el debate de la validez del lenguaje para atrapar todo el mundo circundante fue puesta en entredicho.

Hofmannsthal es, junto a la generación a la que pertenece, una consecuencia de todos esos movimientos sísmicos dentro de la creatividad decimonónica, y Lord Chandos es el héroe que se decide por el vacío y apuesta por él frente a la palabrería hueca, la charlatanería de una época que tocaba a su fin, incluido, en ese ocaso inevitable, el longevo y acartonado emperador Francisco José I de Hagsburgo-Lorena y su glamourosa emperatriz Sissi, nacida princesa de Baviera.

Ese mundo había dejado de tener sentido para Lord Chandos y así se lo confiesa a Francis Bacon, el interlocutor que Hugo von Hofmannsthal le adjudica a su personaje imaginario para que le detalle las razones y las desazones de su enfermizo escepticismo.

Ese lado nihilista del mismo Hofmannsthal que luego cultivarían con tanto acierto epígonos como Robert Musil, Franz Kafka o Elías Canetti, en lo literario, y, sobre todo, Ludwig Wittgenstein en el ámbito filosófico. Su «De lo que no se puede hablar hay que callar», pensamiento con el que Wittgenstein cierra su Tractatus (1922), editado veinte años después de La carta de Lord Chandos, parece ser un eco desvanecido de lo que el Hofmannsthal, redoblado en Lord Chandos, le había anunciado al mundo con bastante antelación y mayor radicalidad.

La literatura como un juego de esencias y de apariencias. Beatriz-Elisa nos hace entrar en ese huerto indefinido e intemporal y nos invita a participar en un desfile sin comandancias preconcebidas, donde todas las voces parecen tener algo que decirnos y que decirse entre ellas. Como base de discusión: la prosa descreída de Chandos y la poesía clandestina de Emily Dickinson. Luego, los demás, aunque destacados entre todos ellos otro dueto, Vila-Matas-Julien Gaul, con sus ideas a cuestas: «Cuando escribimos forzamos el destino hacia unos objetivos determinados. La literatura consiste en dar a la trama de la vida una lógica que no tiene. A mí me parece que la vida no tiene trama, se la ponemos nosotros, que inventamos la literatura».

La literatura es la auténtica protagonista de Decir noche. Pero un libro como este que podría resultarnos demasiado intenso por volver siempre sobre el mismo asunto, se nos ofrece como un atractivo bastidor donde se van insertando citas e ideas de escritores de todos los tiempos, desde el lejano orador romano Craso hasta el muy reciente periodista y narrador argentino Rodrigo Fresán, versos frecuentes de la agorafóbica Emily Dickinson, autora de esa propuesta de «quédate en casa y el mundo se te volverá maravilloso» (ella no salió prácticamente de su casa de Amherst, Nueva Inglaterra, a partir de sus treinta años de edad hasta cumplir los cincuenta y cinco y dejar este mundo), o los entrelazamientos inteligentes y sensibles de todas estas voces que la narradora Beatriz lleva a cabo como una Penélope dispuesta a tejer, en un lienzo del que no podemos apartar la vista, la fascinación que en ella han operado sus lecturas preferidas, páginas ahora convocadas en ese jardín de anatomías petrificadas donde a veces se perciben los silbidos de las aves en el final supremo de la noche y donde se presiente la desesperación de un Lord Chandos por no encontrar la palabra que lo haga recuperar su papel en la comedia de la vida dejada atrás y lo devuelva a su viejo sueño de escritor.

Quizá la única salida que la narradora encuentra para este Lord Chandos autosilenciado, y para todos aquellos alineados con él en esa dimisión de la palabra, desde los remotos tiempos hasta nuestros días más recientes, no sea sino la de usar la ironía que le sugiere su aliado Julien Gaul: «La ironía es un complot contra la realidad. Al ironizar, nos liberamos de la realidad que nos acongoja y que quiere hacernos creer que es ella lo único que existe. Ironizamos y nos ausentamos de su reino malévolo». Del reino malévolo y empobrecedor de la mera realidad.

El laberinto de voces literarias que se dan por aludidas en el texto de Philipp Chandos es extenso y heterogéneo. Desde el Borges de los tigres y de los espejos hasta Pessoa, ese poeta que se despersonaliza en sus numerosos heterónimos adoptando otras identidades como nuevas maneras de fingir que comprende el mundo. O hasta el mismo Flaubert, desquiciado durante toda su vida por encontrar la palabra precisa y la frase adecuada. Ese Flaubert que aborrece la escritura y, sin embargo, escribe. Escribe obsesivamente.

En Decir noche, la narradora trata de encauzar todos esos llamativos alegatos, aunque la disparidad de las propuestas la supera y la abruma, el debate es imparable; casi implacable. La literatura hace de su cuestionamiento una estética que no cesa. Chandos ha sido, de nuevo, desoído en su claudicación y enmudecimiento.

En Decir noche, el atormentado héroe de Hofmannsthal también queda en parte desmentido. Desde siempre, la literatura no ha tratado sino de acercarse al abismo de la búsqueda de un sentido para nuestra existencia. Ni más ni menos, esa es su ínsita naturaleza: decir y decir a pesar de conocer sus límites insalvables. Decir noche es un testimonio lúcido y delicado de que las cosas son verdaderamente así.


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