Soh Eeshaun – Ilustrador
Por: Luis Salas Rodríguez
Amenazado por una fuerza enemiga superior, el General se encontró ante un dilema. Los oficiales de Inteligencia afirmaban que serían emboscados y morirían 600 de sus soldados, a menos que los condujera a lugar seguro por una de dos rutas posibles. Si elegía la primera, se salvarían 200 soldados. Si optaba por la segunda, habría un tercio de posibilidades de que se salvaran los 600 y dos tercios de posibilidades de que no se salvara nadie. ¿Qué ruta debía tomar?
La mayoría de la tropa instó al general a tomar la primera ruta, argumentando que es mejor salvar las vidas que puedan ser salvadas que jugar con el riesgo de tener pérdidas aún mayores.
Racional, ¿no? Pero ahora veamos a los mismos soldados y al mismo General puestos en esta “otra” situación:
Nuevamente, el General debe elegir entre dos vías de escape. Pero esta vez sus ayudantes le informan que si toma la primera iban a morir 400 soldados. Si va por la segunda, en cambio, hay un tercio de posibilidades de que no muera ninguno y dos tercios de posibilidades de que perezcan los 600. ¿Qué camino debe tomar?
Frente a esta alternativa, la mayoría de la tropa optó por la segunda ruta. La primera, después de todo, significa la muerte de 400 soldados. Con la segunda opción hay un tercio de posibilidades de que no muera nadie. E incluso, si el General pierde en este juego, sus pérdidas solo serán 50% más altas. Suena también racional ¿verdad?
Si el lector o lectora concuerda con los soldados, tal vez le tranquilizará saber que lo hace con la mayoría de las personas puestas ante los mismos dilemas. Sin embargo, dicha tranquilidad puede verse alterada cuando caiga en cuenta de que en realidad se trata del mismo problema planteado de modos distintos, como inmediatamente lo revela una lectura no superficial. La diferencia está en que en el primer caso la cuestión se plantea en términos de vidas salvadas, mientras que en el segundo, de vidas perdidas.
Esta paradoja es una de tantas trabajadas por los científicos, Daniel Kahneman y Amos Tversky. Y gracias a los problemas que de ellas se derivan, Kahneman ganó en 2002 (Amos murió en 1996) un premio Nobel no de medicina ni de psicología (que no existe, por lo demás) sino de economía, poniendo en cuestionamiento nada menos que uno de los fundamentos más sagrados de la teoría económica neoliberal: la teoría de las expectativas racionales. Lo que Kahneman y Tversky descubrieron es que cuando las personas se enfrentan con problemas de este tipo, se manifiestan en proporción de tres a uno en favor de los dilemas planteados en términos de vidas salvadas, pero lo hacen por cuatro a uno cuando el dilema se formula en términos de vidas perdidas. Y aunque lleguen a reconocer la contradicción, algunas personas seguirán dando respuestas divergentes según el caso.
Pero en el fondo el descubrimiento de Daniel Kahneman y Amos Tversky no es que a menudo seamos irracionales. Esto no tiene ninguna novedad. Y tampoco necesariamente que la gente esté más animada a no perder que a ganar corriendo riesgos, lo que es discutible. Se trata, en realidad, de que incluso cuando tratamos de ser fríamente lógicos, podemos dar respuestas radicalmente diferentes al mismo problema por el simple hecho de estar planteado en términos ligeramente distintos.
Es en virtud de lo anterior que tener esto presente cuando se discute el problema de los patrones de consumo resulta tan vital. Y es que en pocos casos como este la racionalidad importa tan poco o es tan relativa. Por lo demás, y no menos importante, hay que considerar que en torno al mismo gravitan dos visiones estrechas y extremistas que si bien en condiciones normales limitan su comprensión, en las anormales que vivimos hoy lo vuelven francamente inasible.
La primera de estas visiones, típica de la izquierda, es considerar que los patrones de consumo y los gustos de la gente son un puro hecho ideológico y de manipulación comercial. Mientras que la segunda, típica de derecha o conservadora en sentido lato, es considerar que tales patrones y gustos son naturales a la especie humana o consustanciales a cierto sentir nacional. Eso en condiciones normales. En nuestra enrevesada realidad contemporánea, toda resistencia o duda a cambiar sus patrones de consumo, en el marco de la actual guerra económica, es inmediatamente interpretada por la izquierda chavista como colaboracionista con la misma o como señal de la mentalidad “rentista”, “piti-yanki” y “facilista” y en última instancia “ignorante” de la gente. Mientras que de parte de la derecha y el sentido común mediatizado, toda invitación a lo mismo es interpretado como oportunista y falsa, como un esfuerzo vil del gobierno de tapar su responsabilidad en la escasez, cuando no como un atentado contra la venezolanidad, como que si los Bolívar y compañía hicieron todo lo que hicieron para que los venezolanos y venezolanas seamos “libres” de engordar y morir de diabetes o infartos de puro comer arepas fritas con diablitos y tomar cerveza aguada.
Ahora bien, como suele pasar en casos como estos, hay que reconocer que ambas posiciones extremas tienen su momento de razón. La primera, porque ciertamente todo patrón de consumo es ideológico y funcional a intereses corporativos, aquí y en cualquier lado del mundo, pero sobre todo en nuestro país donde nuestro paladar ha sido reducido a dos marcas. Y la segunda, porque no deja de ser cierto que la actual retórica sobre la necesidad de alimentarnos mejor y más sano trasluce cierta impostura de lenguaje, que entre otros males tiene el de invertir en no pocas ocasiones la carga de responsabilidad desde los especuladores y corruptos vinculados a la guerra económica hacia los consumidores, haciendo aparecer a estos últimos como tontos útiles al servicio de la destrucción nacional, sin entrar a hablar del no reconocimiento del hecho evidente de que buena parte de la población está comiendo menos por obra y gracia de los precios exóticos a los cuales los mercachifles de nuestro país nos hacen pagar las cosas.
Como sabemos que este no es el objetivo ni la intención, no está de más recomendar que el arte de la persuasión en la política y en la economía tanto como en el amor, cuando se quiere hacer de manera transparente y como un acto de liberación y no con un simple sentido utilitario u oportunista, necesita mucho de dos factores: que no surja como una imposición y que parta de una identificación comprensiva, un colocarse en el lugar de las personas antes que erigirse en juez de las mismas.
Las marcas comerciales cuando le toca hacer esto simple y llanamente se inventan un relato que esconda la razón de fondo que los motiva a cambiar algo en lo que ofrecen, generalmente porque no les es rentable. Es por ejemplo el caso actual de la Coca Cola dietética. O cuando la Polar de repente reconoce que la arepa de la tradicional harina PAN no es tan nutritiva por lo cual es necesario agregarle arroz y otros cereales. Lo que están haciendo, vulgarmente, es saltarse la regulación de precios, cosa que no pueden decir por razones legales y de mercadeo obvias, para lo cual se inventan un relato que no muestra el cambio en el patrón de consumo como una imposición ni como un retroceso ni como un engaño, sino más bien como un avance y mejoramiento. Pero eso es ideología y manipulación comercial en el sentido duro del término. Lo que por lo demás es la mejor evidencia de que es una real tontería eso de que los patrones de consumo son naturales e inamovibles. Son patrones impuestos, en el doble sentido del término patrón.
Así las cosas, si de lo que se trata es de aprovechar la coyuntura para que la gente se cuestione lo que come, cómo come y en general cómo consumimos para que podamos hacerlo mejor, de manera más racional, sana e incluso eficiente desde el punto de vista de las economías familiares, es en eso en lo que hay que insistir y no asumir una prédica cuasievangélica –con el perdón de los evangélicos– que se parece mucho por cierto al evangelio neoliberal de la austeridad necesaria (la de los trabajadores asalariados por supuesto, no la de los patrones ni la de los “expertos” apologetas de la misma). Y en segundo lugar, hay que garantizar las condiciones en cuanto Estado para que eso ocurra. Pues si lo cierto es que la gente no puede comer arepas de maíz porque Lorenzo Grey Mendoza cual señor feudal tropical decidió que aquí nadie come, pero tampoco puede comerlas de yuca, plátano o lo que sea porque los que especulan con los precios de estos rubros que se rigen por las “leyes de la oferta y la demanda” (no están regulados sus precios por el Estado) no los dejan, ni puede refugiarse en el pan de trigo porque entre los molineros y los panaderos decidieron que tampoco, al menos que paguen la vacuna respectiva de sobreprecio cuando es público notorio y comunicacional que tienen trigo subsidiado de sobra, entonces muy difícilmente el llamado a cambiar los patrones de consumo que haya que cambiar tendrá éxito (como los soldados de Kahneman y Tversky, la gente optará por la opción que piense le deparará menos riesgos y complicaciones, que es aferrarse al patrón, lo que no quiere decir que lo sea).
Pero en tercer lugar, y esto para mí es lo más importante después de todo, la verdad última de este tema es que más allá de las responsabilidades y obligaciones del Estado y del Gobierno, de sus deudas y aciertos (particularmente pienso que los llamados del Ministerio de Agricultura Urbana y los de Comunas a la organización de productores y consumidores conscientes van en la dirección correcta) lo que debe privar en este tema es una toma de conciencia por parte de los mismos ciudadanos y ciudadanas de que la defensa de nuestra salud, nuestro ingreso e inclusive nuestra dignidad como personas frente a los abusos de los especuladores, estafadores, funcionarios corruptos que se prestan y vivos de toda calaña que hacen de nuestra cotidianidad actual toda una odisea desagradable, depende también y tal vez sobre todo de nosotros mismos. Es decir: no tiene forzosamente que estar William Contreras en la puerta de todos los locales del país para decirnos que la defensa de nuestro salario es también corresponsabilidad nuestra, o la compañera del INN para recordarnos que la salud de nuestras familias, las enfermedades de las cuales moriremos o morirán nuestros hijos, no sin antes gastar miles sino millones de bolívares en medicamentos y honorarios médicos que solo alargarán la agonía mientras pagan las cuotas del último carro del dueño de la clínica, depende en buena medida de las porquerías que comemos. Esas son conclusiones a las cuales podemos y debemos llegar nosotros mismos, como ciudadanos con criterio propio.
Claro que lo óptimo hubiese sido que toda esta toma de conciencia surgiera en otras condiciones, menos hostiles que las que tenemos. Pero bueno en fin, como dijo el filósofo, nadie elige las condiciones con base en las cuales le toca hacer la mayoría de las cosas. Lo que sí podemos es decidir, en cambio, es qué hacer una vez que nos toca.