(...) En suma, el Estado de bienestar nació de un consenso interpartidario del siglo XX. En la mayoría de los casos fue puesto en práctica por liberales o conservadores que habían entrado en la vida pública mucho antes de 1914 y para quienes la provisión pública de servicios médicos universales, pensiones de jubilación, seguros de enfermedad y desempleo, educación gratuita, transporte público subvencionado y otros prerrequisitos de un orden civil estable no representaban la primera fase del socialismo del siglo XX, sino la culminación del liberalismo reformista de finales del siglo XIX. Una perspectiva similar informó el pensamiento de muchos de los partidarios del New Deal en Estados Unidos.
Además, y aquí el recuerdo de la guerra [la segunda mundial] desempeñó de nuevo un papel importante, los estados de bienestar "socialistas" [Judt ironiza -de ahí las comillas- con los que califican al Estado de bienestar de socialista dada su activa intervención en la vida de su población a través de las distintas políticas públicas, subvenciones, etc. Un estado socialista, un estado intervencionista, un estado ineficaz, vendría a ser la despectiva descripción] del siglo XX no se construyeron como avanzadillas de una revolución igualitaria, sino como barreras contra el regreso del pasado: contra la depresión económica y su violento resultado polarizador en las políticas desesperadas del fascismo y del comunismo. Los estados de bienestar eran por tanto estados profilácticos. Fueron diseñados conscientemente para satisfacer el anhelo generalizado de seguridad y estabilidad que John Maynard Keynes y otros previeron mucho antes del final de la Segunda Guerra Mundial -y superaron todas las expectativas-. Gracias a medio siglo de prosperidad y seguridad, en Occidente hemos olvidado los traumas políticos y sociales de la inseguridad masiva. Y así hemos olvidado por qué heredamos esos estados de bienestar y qué fue lo que dio lugar a su creación.
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La paradoja, por supuesto, es que el éxito mismo de los estados de bienestar de economía mixta, al proporcionar la estabilidad social y la desmovilización ideológica que hicieron posible la prosperidad del pasado medio siglo, ha conducido a una generación política más joven a dar por sentadas esas mismas estabilidad y conformidad ideológica, a pedir la eliminación del "impedimento" de un Estado que impone tributación, regula y, en general, interfiere. Si el argumento ideológico de esto es tan sólido como ahora lo parece -si la regulación y la provisión sociales fueron realmente un impedimento para el "crecimiento" y la "eficacia", y no quizá la condición que los facilitó- es discutible. Pero lo que resulta llamativo es hasta qué punto hemos perdido la capacidad incluso de concebir la política pública más allá de un economismo* estrecho. Hemos olvidado cómo pensar políticamente.Éste también es uno de los paradójicos legados del siglo XX. El agotamiento de las energías políticas en la orgía de violencia y represión de 1914 a 1945 y posteriormente nos ha privado de buena parte de la herencia política de los últimos doscientos años. La terminología de "izquierda" y "derecha", heredada de la Revolución Francesa, no carece por completo de significado en la actualidad, pero ya no describe (como hasta hace poco tiempo) las lealtades políticas de la mayoría de los ciudadanos en las sociedades democráticas. Somos escépticos, si no activamente recelosos, ante los objetivos políticos globales: las grandes narraciones de la Nación, la Historia y el Progreso, que caracterizaron a las familias políticas del siglo XX, ahora parecen desacreditadas sin recuperación posible. Y, así, describimos nuestros objetivos colectivos en términos exclusivamente económicos -prosperidad, crecimiento, PIB, eficacia, producción, tipos de interés y comportamiento del mercado de valores- como si no fueran sólo medios para alcanzar colectivamente unos fines sociales o políticos, sino fines suficientes y necesarios en sí mismos.En una época apolítica hay mucho que decir de los políticos que piensan y hablan económicamente: después de todo, así es como la mayoría de la gente concibe hoy sus oportunidades e intereses vitales, y cualquier proyecto de política pública que ignorase esta verdad no llegaría muy lejos. Pero eso es sólo como son las cosas ahora. No han sido siempre así, y no tenemos buenas razones para suponer que seguirán siéndolo en el futuro. No sólo la naturaleza aborrece el vacío: las democracias en las que no hay opciones políticas significativas, en las que la política económica es todo lo que realmente importa -y en las que la política económica está en buena parte determinada por actores no políticos (bancos centrales, agencias internacionales o corporaciones transnacionales)- bien dejarán de ser democracias que funcionen o volverán a presenciar la política de la frustración, del resentimiento populista. La Europa central y oriental postcomunista ilustra cómo puede ocurrir esto; la trayectoria política de democracias similarmente frágiles en otros lugares, del sur de Asia a América Latina, es otro ejemplo. Fuera de Norteamérica y de Europa occidental parece que el siglo XX sigue con nosotros.
Fin de la transcripción.
No os engañéis por el breve fragmento que he traído. De seguro el libro ahondará en estos juicios, pero incorporando otros análisis históricos y en especial (esto lo he visto con un vistazo al índice) el papel de las ideas y la responsabilidad de los intelectuales que poblaron el pasado y turbulento siglo. Es un libro sobre el siglo XX visto desde inicios del XXI, un libro-advertencia, o un libro-consejo... un libro crítico. Olvidamos el pasado siglo, qué llevó a hacernos tal como éramos, tal como somos; olvidamos las consecuencias de cargar demasiado el saco, de pensar demasiado en abstracto, de olvidar a la gente que hace que todo el sistema circule sin taquicardias. Como el niño que olvidase las propiedades del fuego, aquel que ignore las lecciones del pasado corre el riesgo de abrasarse. Es lo que Tony Judt pareció querer advertirnos en sus obras.
Saludos
* Economismo: doctrina que defiende la primacía de los factores económicos sobre los de cualquier otra índole.