A día de hoy, el orgullo no es una cualidad que se valore. Las personas orgullosas reciben otros apelativos como egoístas, o incluso envidiosas. Probablemente sea un remanente de la tradición cristiana. Los que hemos sido educados en colegios católicos, nos hemos hartado de oír premisas tales como amar al prójimo más que a uno mismo, y nos han emborrachado con conceptos buenistas como el de solidaridad, amor y respecto. Nos han tratado de meter la idea de darlo todo por los demás con calzador. Pues bien, hoy vengo a reivindicar el orgullo, el egoísmo y el amor propio.
Podrán llamarme narcisista, y no se equivocarán. No es difícil ser la persona más importante para uno mismo, de hecho, pensar antes en el bien propio que en el de los demás es una cualidad muy humana. No, el problema viene al decirlo en voz alta: no es políticamente correcto.
Y, sin embargo, cuan necesario es hoy en día tener orgullo. Porque, el orgullo (como el estrés), hace que nos pongamos en marcha, que movamos el culo, vaya. El mejor ejemplo – y el más español – es la frase hecha “a que no hay huevos”, un orgullo herido es un motor de cambio y de acción. De manera que necesitamos un mínimo de orgullo para empezar una carrera en vez de dedicar nuestra vida a la contemplación, para independizarnos aunque en casa de papá y mamá se viva tan bien, para buscar un trabajo, para salir de la cama todos los días, para hacerse la comida… Son una serie de situaciones en las que el orgullo es la vía que tenemos para valorarnos, para estar orgullosos de nosotros mismos y de lo que hemos logrado, lo que se traduce en amor propio.
Buscar la independencia, la autarquía es ser orgullos y ante todo, estar orgulloso de uno mismo. Que también es una forma de respetarse. De exponernos a situaciones incómodas, de no ver beneficios sino a largo plazo, de madurar.