Sucede que mi alma vaga / en la hondonada de la eternidad / busco sin descanso, dice un poema que garabateé hace unos días cuando pensaba en la profunda necesidad de afirmar la existencia sobre una falsa certidumbre de que hay razones por encontrar para existir. Acababa de leer el poemario La hierba es un niño de la poeta boliviana Vilma Tapia Anaya y éste me significó un viaje introspectivo que me alejó por pequeños instantes eternos de la realidad cruda y absurda. Las preguntas fundamentales siempre han estado presentes, pero solo en contadas ocasiones visito el sitio del alma donde todo me interpela. Recorro los pasillos fríos / del subconsciente y busco y rebusco / mil intranscendencias yacen aquí olvidadas / y lloro para lubricar mi gesto, dice más adelante en el mismo poema con el que intenté dibujar el trayecto interno por el cual navego acaso queriendo encontrar refugio.
La vida es un corredor oscuro por el cual avanzamos a tientas, queriendo encontrar el sitio donde refugiarnos y poder respirar en paz. La vida nos sobrepasa, es por eso que inventamos identidades, lugares, relaciones, adicciones, empleos para refugiarnos y pasar de la oscuridad por un momento. Cierro los ojos e imagino mi pequeño cuerpo flotando en la inconmensurable oscuridad, consternado por el silencio que es más grande que mi voz, sufriendo vértigo por no tener de dónde agarrarme y sentirme a salvo. Floto y necesito estabilidad para volver a sonreír, para utilizar mi cuerpo y mi mente; estoy paralizada por el temor que me provoca la inmensidad. Así es la vida: un enorme silencio roto por el llanto desesperado de un ser humano que busca razones para dar la pelea. Comienzo a recitar los versos de un poema de Capo Tecumseh que me calma, que me devuelve la tranquilidad: “Ama tu vida, perfecciónala / Embellece todas las cosas de tu vida. Trata de prolongar tu vida y de hacerla útil para tu pueblo.” Comienzo a respirar con un ritmo sereno, respirar es fundamental, la paz está en respirar. De a poco abandono el vacío y regreso.
Ese vacío del que hablo en el párrafo anterior no se supera si no se cuenta con la valentía y la madurez de encontrar la pasión que te ayudará a inventar argumentos cada vez que sientas que la vida no tiene sentido. Cada vez que visites la inmensidad de la vida, cada vez que tomes conciencia de lo oscuro que es el pasillo, vendrán los miedos. Algo, en mi humilde opinión la pasión, estará ahí para recordarte el por qué de la vida.
Quizás estos cuestionamientos solo lleguen en situaciones límites. Nadie se preguntaría esto en la plenitud de la vida porque cuando se está gozando uno no necesita razones para explicarse ese gozo. Sucede todo lo contrario con el sufrimiento, uno necesita razones de peso para sobreponerse al trago amargo. Viktor Frankl en su obra El hombre en busca de sentido postula que esa razón que ayuda al ser humano a no renunciar a la vida es lo que le da sentido a ésta y que, por lo tanto, le ayuda a continuar incluso en situaciones adversas. Así lo comprueba con su propia experiencia como prisionero en un campo de concentración. Yo no he estado en situaciones tan extremas como Frankl, pero cada cual tiene su cuota de realidad cruda que provoca la desestabilización del refugio creado para protegerse de ella.
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La semana pasada fui a un hogar donde acogen a personas que sufren de diversos grados discapacidad intelectual. Primeramente me llamó la atención que en dicho lugar hay cincuenta niños a cargo de tres religiosas, quienes, de manera abnegada, han puesto su vida a disposición de las personas que no pueden hacerse cargo de sí mismas. Ese es el primer hecho que cautivó mi atención: el sentido de la vida de estas religiosas es poner su existencia como camino para que otros puedan transitar. Esto me parece admirable, pues no resulta fácil renunciar a la vida licenciosa por una vida de contemplación y servicio. No conozco muchas personas con ese coraje. Admiración es la palabra para definir esa primera emoción.
Luego me llamó la atención la vida de las personas acogidas, pues en su diversidad funcional me enseñaron una lección enorme: cada cual funciona de una manera diferente al otro, pero eso no significa que no sientan de la misma manera que todos lo hacemos. Me acerqué, observé y acaricié a cada uno de ellos. Algunos no podían hablar, otros parecían no mirarme, pero todos me sintieron. De eso estoy segura. Existe algo que nos hace a todos seres humanos y eso no es la morfología ni las capacidades intelectuales, sino el alma. Algo hay en el alma humana que nos permite a todos conectar desde el amor. Al alejarme de ellos pensaba si tendrán una razón por la cual estar vivos o si no les queda de otra y por eso continúan. Quién sabe. Al menos yo no he indagado tan profundo, pero imagino que no necesitan razones porque no están tan contaminados de pensamientos y cuestionamientos, ellos sólo esperan un gesto de amistad que les indique que siguen aquí. Como dije anteriormente cada una de las personas poseía un grado diferente de discapacidad intelectual, pero eso ahora me parece que es lo de menos. Lo importante es que todas conservaban su corazón intacto, todas querían recibir calor humano. Y ahí hubo un intercambio de amor importante.
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No podría calificar esa experiencia como una que me cambió la vida, pero sí avivó en mí las ganas de contribuir al mundo con mi granito de arena. Venimos al mundo para humanizarnos en el camino y eso lo logramos trabajando codo a codo con nuestros prójimos. Nadie se humaniza en soledad. Es realmente importante buscar un sitio desde el cual aportar al desarrollo sustentable de la vida humana, de la vida en general. Al salir de ese lugar me acordé de aquellas frases de Alejandro Jodorowsky que han regido mi vida desde hace algunos años: “no quiero nada para mí que no sea para todos” y “lo que das, te lo das. Lo que no das, te lo quitas”. Esas frases, como dos grandes pasiones, han dominado mi vida. No quiero ser egoísta. No quiero quitarles a los demás lo poco que tienen para sentirme poderosa y fuerte. Quiero vivir en igualdad de circunstancias y quiero, sobre todo, ayudar a construir un terreno fértil y plano donde todos juguemos bajo las mismas condiciones.
Pero lo cierto es que me fui de ese hogar con ganas de regresar. Quizás regresaré para seguir buscando sentido a esta existencia, a este hilarante camino que me asusta con sus bromas y sus risas. La vida es inconmensurable, lo sé, pero quiero abocarme a la tarea de luchar con el misterio y aferrarme a lo que me ayude en la batalla. Quiero vivir la vida con belleza poética y quizás en esos niños encuentre el impulso para dejar de temer a la página en blanco y tomar de una vez por todas un lápiz para dibujar las constelaciones lingüísticas que me asaltan por las noches en que no puedo dormir pues sueño con escribir. Quizás allí pueda convocar a las musas a reunión y éstas se compadezcan de mí y le cuenten al mundo que yo no quiero una vida sin poesía, que quiero alcanzar ese respirar en paz para que otros respiren, del que hablaba Jorge Teillier. Quién sabe. Si mi vida entera cabe en una maleta y puedo marcharme cuando desee, pues probablemente nadie note mi ausencia. Pero esa es mi culpa, mi cruz y la cargo sin orgullo. Si mi vida no ha de ser echada en falta no es más que mi yerro. El problema es que temo: tratando de perseguirte, poesía, me quedo paralizada pensando que te pierdo, que te me escapas, que carezco de magia para abrazarte. Me quedo paralizada para dejarte saber que te quiero, que no hay sentido en seguir adelante si no te robo un segundo de atención, si no vienes y me abrazas. Déjame, poesía, gritarte en este escrito que nada tiene que ver contigo, que sin ti me siento como Cristo Visnú frente a esa reina del amanecer “que entra por debajo de la puerta / a recoger los huesos de miedos y de sombras”… Apiádate de mí, poesía, dale a mi risa tu destello, a mi vida tu vaivén para vivirte en versos y morirte en calma.
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Hemos llegado al límite. Queriendo recorrer un camino llano por pereza interior, no hemos avanzado nada. “Qué corta es la vida / Enamórate, querida doncella / Mientras tus labios sean rojos / Y antes de que tu pasión se enfríe / Porque no habrá un mañana”.
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¿Cuál es el sentido de la vida? Sigo sin responder. Habré de comenzar mil odiseas y morir un par de veces antes de afirmar con seriedad un verso como respuesta. La poesía me es esquiva y la persigo mientras continúo en la duda y me sumo al grito desesperado de Walt Whitman: “¡Oh, mi yo!, la pregunta triste que / vuelve – ¿qué de bueno hay en medio de estas / cosas, Oh, mi yo, Oh, mi vida? / Respuesta / Que estás aquí – que existe la vida y la identidad, / Que prosigue el poderoso drama, y que / puedes contribuir con un verso”. Esa pregunta desesperada del poeta y esa respuesta improvisada en forma de verso me iluminan el oscuro camino de la interpelación esencial, de la decisión por tomar. Porque la vida es esa desesperación y esa persistencia por encontrar la calma. Porque estar vivos no debe sucedernos como algo trivial, por eso me sumo al grito de Whitman, por eso te persigo poesía y me inquieto a menudo en el vertiginoso viaje que significa existir. Por eso acaricio letras con mis yemas heridas de tinta derramada, porque quiero humanizarme y vaya que cierto es que el lenguaje es la respuesta… ah, qué sino nos humaniza.
Por Cristal