Escrito por Eva Rotenberg. Artículo de Página/12
Un padre consulta porque en la escuela lo habían citado por la conducta de su hijo, de seis años, que había sido adoptado a los cuatro. La directora le ha dicho que al hijo tienen que “ponerle límites”. Incluso pensaron que podría ser hiperactivo. El hijo siente miedos, no puede jugar a la pelota ni andar en bicicleta, todo esto dificulta la relación con los compañeros. Y el chico no responde al ideal del padre respecto de un hijo varón.
Desde la primera sesión comenzamos a revisar el modo de relacionarse entre ellos. El padre es un hombre muy alto y robusto; el hijo, pequeño y delgado. La diferencia corporal era muy notable, era un asunto que se debía tener en cuenta. En las primeras sesiones el padre venía vestido de traje, se sentaba en el sillón, y cada vez que su hijo se acercaba, le advertía que no le arrugara la ropa porque debía regresar al trabajo. El niño miraba con miedo a su papá. Cuando jugaban juntos, el padre insistía en patear la pelota y el nene tenía que atajarla; en esos momentos el chico temblaba. El nene no sólo temía al padre, sino que temía que lo devolvieran, como había sido sacado, a su casa de origen.
Vimos que el problema no era de “falta de límites”, sino de dificultad para descubrir el modo de vincularse que ayudara al nene a sentirse bien con él mismo y sentir que ésa era su familia, que pertenecía a ella. El padre, a partir de darse cuenta del temor que le generaba a su hijo por la presión que ejercía inconscientemente, y que le impedía tanto jugar como enseñarle, finalmente encontró otro modo de vincularse.
Muchas veces los padres aman a sus hijos, pero éstos no sienten ese amor, no lo internalizan, se quedan sólo con lo malo y hay que ayudarlos para que puedan recibir lo bueno.
Pero este padre no se enfrascó en un sentimiento de culpa –que, por lo general, inmoviliza y retrasa los cambios–, sino que dio los pasos necesarios para encontrar la manera apropiada de vincularse con su hijo, ayudarlo a que perdiera los miedos y sintiera mayor seguridad. Como dijo Bruno Bettelheim, con el amor no alcanza. Lo primero fue comprender lo que sentía su hijo, sentir empatía con él, y luego darse cuenta de que su manera de relacionarse inhibía al niño. A partir de esto comenzó a pensar en cambios que pudieran ayudar al hijo a sentirse en paz y no temerles a sus padres. Después del trabajo empezó a salir al jardín de su casa con objetivos pensados y sentidos, no con fórmulas desprovistas de sentido. Hasta ese momento, el papá no había sabido cómo jugar con su hijo; el niño rechazaba el fútbol y el padre no sabía qué hacer. Hasta que se dio cuenta de que no era sólo un tema de medir la fuerza con que pateaba, sino que el nene se inhibía por no sentirse seguro en esta familia. Comenzó a patear la pelota despacio contra la pared, sin ofrecerle al hijo participar; lo hacía como si fuera un pasatiempo para él solo, evitando de este modo que el niño se sintiera exigido. A los dos días, el nene, solito, le pidió participar.
De ahí en más la relación se construyó desde otro lugar. El padre había comprendido la problemática de base y estimulaba el deseo del hijo, sin pretender imponérsele; llegó a entender y respetar los miedos, la sensación de inseguridad y la debilidad de su hijo. El padre bajó al nivel del niño, no fue al revés. Al hacerlo, comenzó a aceptar verdaderamente a su hijo. Pudo tolerar los miedos de su hijo, sin sentir culpa. Estaba muy entusiasmado descubriendo modos positivos de llegar a él y ayudarlo a confiar en sí mismo. Los cambios en los hijos son muy rápidos cuando los padres descubren lo que los ha afectado y lo modifican. Desde la escuela, les comunicaron a los padres el gran avance que había hecho el hijo. Las palabras de la directora habían sido la alarma que encendió el proceso; aunque quizás el diagnóstico de “falta de límites” era equivocado, sirvió para que se pusiera en marcha el cambio.
* Fragmento del libro Límites, borde y desborde en la familia y en la escuela, de reciente aparición (Lugar Editorial).
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-228308-2013-09-05.html