Revista Cómics

Sobre Kirby y la dichosa sentencia

Publicado el 01 agosto 2011 por Alvaropons

Mucho se ha hablado sobre la reciente sentencia que da la razón a Marvel en el litigio que mantenía con los herederos de Kirby. Mucho y con mucho más fundamento y conocimiento de lo que yo pueda decir, desde luego. Se ha dicho, con razón, que los herederos lo único que buscaban es el lucro y que la sentencia es jurídicamente intachable. Lo que no niego, es más, estoy seguro de ello. Incluso la sentencia se cuida muy mucho de hacer juicios de valor, aunque también se podría argumentar que un contrato firmado no tiene por qué ser el único argumento, que los contextos y situaciones también deben ser evaluados (no puedo evitar acordarme de las opiniones de los dibujantes de Valenciana sobre el juicio que mantenían los herederos de Gago contra la editorial, recordando que, en los años 40, dos jóvenes de Albacete recién llegados a la capital hubieran firmado que había matado a Manolete con tal de tener trabajo). Es más, si mucho me apuran, hasta me alegro, porque me da un poco de repelús la imagen de esos herederos intentando estrujar la gallina de los huevos de oro, casi olvidando el legado y lo que había hecho Kirby.
Tampoco creo que sea cuestión ahora de sacar el comportamiento de Stan Lee al respecto. Que mucho hay que decir, por supuesto, tanto en una dirección como en otra, porque bien recordaba Rafa Marín que la creación de un personaje también compete al guionista y, por mucho que el Sr. Lee nos dé ya cierta grima, algo de culpa tendría también.
A mí, lo que me enerva realmente de todo esto es que, en el fondo, se está dando por válido un sistema de producción que considera al autor al mismo nivel que la llave inglesa en una cadena de producción. Ese sistema de trabajo por encargo, el famoso work-for-hire, que la sentencia afirma es el exponente máximo de todo lo malo que el cómic americano ha dado. Y no, no me vengan con la cantinela de que todos los que trabajan en una empresa saben que el trabajo es de la empresa. Estamos hablando de trabajo creativo, y una cosa es que los beneficios recaigan sobre la empresa, lógico, y otra muy distinta que la empresa ningunee al autor. Porque no, porque el encargo de un trabajo creativo no es equivalente al trabajo que hace un fontanero al reparar un cañería, con todos mis respetos al fontanero. La creación es un proceso totalmente ligado al autor y ese encargo se realiza porque se confía en la labor del autor y en su creatividad. Y, lo lógico, lo sensato, es que la autoría se respete hasta las últimas consecuencias. Puedo entender que el concepto de la creación como franquicia quede a salvaguarda de la empresa, en tanto una cuestión de marcas, pero la creación, la obra, es un derecho fundamental del autor. Y aquí, al final, lo que se discute es una cuestión de dignidad que tiene muchísimas más implicaciones.
Es sorprendente cómo, durante años, el modelo americano ha generado una industria cada vez más y más despreciativa hacia el autor. Enrocada en su concepción del cómic como una industria de entretenimiento, ha dirigido sus pasos hacia el cada vez mayor ninguneo del autor, intentando diluir la autoría de la creación de una historieta entre un amplio contingente de creadores. A diferencia de la posición del autor de prensa en los años 50, que se nutría de un amplio grupo de ayudantes, pero que retenía la dirección de ese equipo como figura representativa y visible, el autor de cómic-books ha visto cómo su papel ha sido cada vez más y más disperso, hasta que la autoría se diluye completamente entre editor, dibujante, entintador, guionista, colorista, dialoguista, rotulista… Una engrasada cadena de producción donde nadie puede alzar la voz y reclamar la autoría de su trabajo, que además viene bendecida por las sentencias judiciales que reconocen, además, que ese trabajo de encargo es únicamente de la empresa. Mientras, las otras dos grandes industrias del tebeo, la japonesa y la francesa, seguían un camino completamente distinto, evidentemente industrial, basado también por supuesto en la concepción del cómic como un elemento de entretenimiento, pero donde la figura del autor era el núcleo fundamental. Es evidente que ha habido grandes creaciones y personajes que han sobrevivido a sus autores, pero en estas dos industrias los grandes exponentes no eran los personajes, eran sus autores. En Japón, la admiración es hacia Tezuka, Toriyama, Kojima…; en Francia, hacia Giraud, Charlier, Uderzo, Hergé…en los USA, hacia Spiderman y Batman.
Triste, ¿no? Porque esa industria se ha empecinado en ser ciega a las pruebas que dejaban bien claro que los famosos superhéroes no son más que pijamas vacíos sin los autores que los crearon y les dieron vida. Que dentro de los trajes de Spiderman, Batman o Los 4 fantásticos no estaban Peter Parker, Bruce Wayne o Reed Richards, sino Steve DItko, Stan Lee, Frank Miller o Jack Kirby. Ellos eran realmente los que vendían tebeos. Es más, siguieron ciegos a la evidencia de que los grandes éxitos de ventas no obedecían a las operaciones comerciales diseñadas con milimétrica precisión para escurrir hasta el último dólar de los bolsillos de los aficionados, sino a las grandes etapas de grandes autores. Y que hasta el fanboy más zombie de los superhéroes no habla de la gran etapa de Thor luchando contra el villano de turno o de la gran saga de Daredevil contra Kingpin. Hablan del Thor de Walter Simonson, del Daredvil de Miller o del Batman de O’Neil y Adams. De autores.
Una industria que sigue negando a entender que existe también el cómic de autor incluso en el mainstream más cerrado como el género de superhéroes, como demostraron Alan Moore y Dave Gibbons por un lado con Watchmen y Frank Miller con Daredevil y The Dark Knight Returns. Esa concepción del cómic de autor que ya nace en la prensa y que alcanzaría mayoría de edad en los años 60 en las publicaciones de Losfeld y en el underground americano para tener sentido propio y completo con la generalización de la novela gráfica, pero que tiene en esas dos obras su representantes más importantes y cruciales. Se puede argumentar que ese cómic de autor ya existía de forma habitual en el “mainstream” francés y japonés, pero su irrupción en la hermética industria de los superhéroes tumbó todos los tópicos: aquellos que decían que la obra autoral era veneno para la comercialidad se tuvieron que tragar sus palabras ante obras que se mantienen, 30 años después, en los puestos más altos de los tops de ventas; los que gritaban a los cuatro vientos que eran los personajes los que realmente vendían, se callaron ante una mineserie de personajes desconocidos que caló entre el público hasta convertirse en objeto de culto; los que defendía que no se podía hacer una obra personal con las limitaciones formales y coyunturales del mainstream, tuvieron que agachar la cabeza ante obras maestras incomensurables que respondían a la firma inequívoca de un autor. Pero fueron la cabeza visible de un iceberg que durante años navegó sin dejar ver a ese cúmulo de autores que consiguieron sacar a flote la industria pese a que la misma industria los negaba. Esos Jack Kirby, Steve Ditko, Neal Adams, Gene Colan, Gil Kane, Stan Lee, Roy Thomas, Denny O’Neil, Jim Steranko… y tantos, y tantos que con su obra de autor lograron que el género se perpetuase. El problema es que, pese a que Miller, Moore y Gibbons habían dejado certificada la existencia de un cómic de autor que sobrevivía y se expresaba en las circunstancias más imposibles, que requería atención y que cumplía con las exigencias de calidad y comercialidad que se le supone a la industria del entretenimiento, la industria siguió con sus anteojeras puestas. Ajena por completo al autor y negando que fuera éste el centro total de la industria.
La sentencia contra los herederos de Kirby, en el fondo, sólo hace que certificar esa negación del autor. Esa resistencia a reconocer que la industria del cómic-book es la que es gracias a los autores y su imaginación.


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