La ciudadanía normalmente, cuando piensa en "la justicia", no está pensando en las partes en contendienda (incluyéndose a sí mismos) de un proceso judicial, en estudiantes de derecho, ni en las facultades de derecho, ni en los abogados litigantes, peritos, curadores, secuestres, secretarios, judicantes, escribientes, oficiales mayores, notificadores, magistrados auxiliares, investigadores judiciales, asistentes de fiscal, fiscales, jueces y magistrados titulares. Normalmente, "la justicia" es entendida como el conjunto de fiscales, jueces y magistrados. Por eso, para la percepción pública, una buena reforma a la justicia necesariamente debe abordar a estos tres actores. Eso es cierto... necesario mas no suficiente.
Para lo que interesa a este ingreso, por ahora conviene detenerse en lo que es el ingreso, permanencia y salida de funcionarios de carrera de la rama judicial, especialmente los tres mencionados arriba. Para ello, conviene dar una explicación previa: el sistema de carrera se ha consagrado constitucionalmente (artículo 125). Se dice que todo empleo público, a excepción de los de libre nombramiento y remoción, los de eleccion popular, los de trabajadores oficiales, y otras pocas excepciones más, serán empleos "de carrera". Es allí donde se presenta uno de los primeros trastornos a lo que debería ser el empleo de carrera.
Si ustedes acuden a la oficina de personal de cualquier entidad pública, existe prácticamente dos maneras en que usted esté vinculado laboralmente: 1) Por sistema de carrera; o 2) En provisionalidad. Si se realiza un simple examen semántico de estos términos, parecería que el sistema de carrera se plantea como la antítesis de la provisionalidad, o viceversa. Entonces si el provisional es provisional (valga la redundancia), ¿el de carrera es eterno? En principio, la respuesta conceptual es que no, pero en términos materiales, sí. Veamos:
El funcionario nombrado en provisionalidad lo es, porque su nombramiento continuará vigente, con todas las protecciones legales laborales del caso, mientras se nombra y se posesiona un funcionario de carrera. En consecuencia, vemos la primera GRANDÍSIMA diferencia entre el sistema de carrera y la provisonalidad. En un sistema de carrera, quien es contratado laboralmente es porque ganó un concurso de méritos, y no porque haya querido ser nombrado a dedo por alguien. En provisionalidad ocurre todo lo contrario (no sin querer con ello insinuar que el nombramiento pueda ser merecido).
Dicho lo anterior, parecería que para un Estado es mucho más deseable que los servidores públicos accedan por mérito y no por tener un buen padrino o madrina. Eso es lo que pensó el consstituyente de 1991, y por eso la obligación de proveer cargos públicos bajo el sistema de carrera. Sin embargo, transcurridos 27 años desde la gestación de nuestra carta política, aún esto es un "deseo" en muchísimos casos. En gran medida, existe una evidente resistencia por parte de los meganominadores, puesto que poder nombrar, implica tener MUCHO poder. Un ejemplo reciente de ello es la nefasta reforma orgánica a la fiscalía que impulsó Eduardo Montealegre en la Fiscalía. Amplió su poder nominador exponencialmente, con muchos cargos directivos inútiles, pero con implicaciones de mucho poder para sí mismo. A estos ambiciosos del poder, no les llama mucho la atención voluntariamente perder su capacidad nominadora.
Imagen de la película "El Gladiador", tomada de: www.deviantart.com
Sin embargo, la otra cara de la moneda no es muy alentadora tampoco. Los sistemas de carrera se han enfocado principalmente (y en muchos casos, casi que únicamente) en el ingreso de funcionarios. Sin embargo, el sistema de carrera, para que funcione debidamente, debe estar enfocado en tres pilares fundamentales: el ingreso, la evaluación de gestión y la salida de funcionarios. Dentro de estos esquemas, se revisan los esquemas de calificación, los sistemas de promoción, entre otros. Hasta ahí, suena bien. El problema se presente cuando se intenta llevar esto a la práctica.
Es bien conocido que la mayoría de esquemas de carrera se enfocan principalmente en el ingreso de los funcioarios al régimen, pero fracasan abismalmente en la evaluación de gestión y en las causales de desvinculación de estos funcionarios. En otras palabras, una vez nombrado y posesionado, es virtualmente imposible que la persona sea desvinculada, salvo que haya una conducta demasiado evidente, que esa causal suela estar vinculada a algún escándalo (preferiblemente muy mediático) que esté debidamente documentada. De lo contrario, las evaluaciones de seguimiento pueden ser muy cuestionadas porque los parámetros de evaluación son supremanente gaseosos. Se puede dar evaluaciones sobresalientes claramente inmerecidas, o evaluaciones desastrosas vinculadas a fenómenos como acoso laboral.
Nada de lo que he dicho párrafos arriba, le interesa al ciudadano, por regla general. Lo que sí le interesa al ciudadano, es que sus conflictos jurídicos no queden sometidos a la decisión del funcionario mediocre, o el funcionario corrupto. El ciudadano tiene una legítima expectativa a que quienes conocen su caso sean funcionarios competentes, estudiosos, responsables y transparentes. Un sistema de carrera que no permita garantizar eso obliga a que la ciudadanía tenga que soportar decisiones adoptadas por los mediocres o los corruptos, sin que haya mayor cosa por hacer, dado que la mediocridad o la corrupción generalizada degeneran en una justicia poco operativa. Esto, precisamente es lo que la reforma busca combatir.
El sistema de carrera en materia judicial y de fiscalía, debe ser considerado en su total dimensión, para evitar esos cuellos de botella que generan incentivos negativos para funcionarios mediocres o corruptos. Bien decía Francisco de Quevedo que "menos mal hacen los delincuentes que un mal juez".