Revista Libros
Si hay algo que nunca fui capaz de imaginarme, y que nunca, lo que se dice nunca, llegó a rozarme ni por lo más remoto el pensamiento, es la muerte de mi madre, cuya posibilidad jamás llegué a contemplar. Y cuando muchas veces pasé por momentos de total depresión y me daba por echar a correr y escaparme, y temía e imaginaba mi muerte, es decir, que me tiraba por una ventana, o que moría en un tren a causa de una bomba, o que me consumía una enfermedad infame en plena juventud, siempre iba a buscar a mi madre, y luego, tirándole de la mano, la arrastraba conmigo hasta su cama, tumbándola y abrazándola para procurarme consuelo, y a fuerza de apoyarme sobre su vientre, gritando cosas delirantes, se me pasaba todo, porque ella absorbía cualquier forma mía de locura, y a ella esta locura mía posiblemente no conseguía hacerle ninguna mella.
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El hecho de que mi madre, a pesar de que debiera decirse que está realmente muerta, no permita que nos sintamos mal por ella ni por eso que nos veremos obligados a llamar su muerte, sino que más bien continúe velando por nosotros regalándonos alegría, y siga flotando en el aire de nuestra casa, y ahora pueda extenderse y difundirse sin límites, incluso por los rincones, lo mismo que un aire o un líquido, es la típica cosa que tal vez alguien consiga entender sin demasiado esfuerzo, y que yo llamo una cosa bonita.
[Traducción de Julio Carrobles]