Siempre es gozoso y esperanzador el reencuentro con el Comisario Adamsberg, unos meses después de haberme leído de cabo a rabo toda la serie. Tras haber experimentado con todo tipo de giros, viajes al exterior, complejidades familiares y otras boutades que solo le permitiríamos a Fred Vargas, seis años después la trama se vuelve más paciente y sosegada y la serie nos traslada a la siempre deseable Bretaña, en donde entre chupitos de chouchenn y vasos de sidra (no habla de las montañas de mantequilla salada, pero se da por supuesto) , el equipo de Adamsberg habrá de resolver los crímenes de un complejo asesino local a la histórica sombra del castillo de Comburg y por tanto de Chateaubriand, reencarnado además para el caso por un descendiente directo.
Algunos elementos un tanto forzados, pero ya no somos objetivos. A estas alturas, Fred es familia.
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