Revista Historia

Sobre la monarquía: '¿Soberano? Al carajillo'

Por Javiersoriaj

46.- Sobre la monarquía: “¿Soberano? Al carajillo”

Tras la larga noche del franquismo, España se enfrentaba a una nueva etapa en la que casi nada estaba decidido. Pese a los afanes uniformizadores del régimen, la sociedad española seguía estando dividida, con lo que cobraban especial relevancia las palabras del primer discurso del rey, el 22 de noviembre de 1975: “la institución que personifico integra a todos los españoles, y hoy, en esta hora tan trascendental, os convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional”. La apelación a la concordia para todos los españoles sin distinción es clara, y la función integradora también, como se irá demostrando a medida que avance la transición. Lo que no está tan claro es que “la institución que personifico” integre a todos los españoles (y españolas, supongo) ni ese “a todos nos incumbe”, al menos en lo relativo a la participación en la decisión de qué forma de Estado crear. Nos incumbe a todos porque es lo que vais a tener, parece querer decir. Con todo, se logró el consenso de prácticamente toda la sociedad. Para lograrlo, señala Raúl Morodo (1), se fue dando una flexibilización en las posturas, basada en el no cuestionamiento de los tres grandes temas que eran intocables: el sistema socioeconómico, la no exigencia de responsabilidades por la etapa anterior, y la forma monárquica del Estado. Junto a ellos, también eran intocables los privilegios de la iglesia católica (mantenidos ya preconstitucionalmente en los acuerdos en los que se garantizaban mantener su lugar prioritario) y la unidad territorial. Todas ellas, obviamente, estrechamente relacionadas.
Así, con la aceptación de estas “reglas del juego”, se permitía la pervivencia de las elites socioeconómicas del régimen, se legitimaba la amnesia obligatoria junto con la amnistía y se daba un rey a la monarquía sin monarca, con lo que de alguna forma, todo cambiaba para que nada cambiase, siguiendo las “instrucciones” del “glorioso Caudillo”.
La opinión pública poco tuvo que decir ante la postura de los partidos políticos (primero Asociaciones), la prensa y el Gobierno, cuyas consignas fueron calando. Junto a la falta de deseo “desde arriba” de dar la opción de pronunciarse al pueblo, parece también claro además que no había una mayoría que pensese que podía hacer algo en relación al futuro, y así, como imponía la costumbre, se limitaban a esperar y observar. Como bien se planteaba en una de las series de televisión de mayor éxito los últimos años, la posición más extendida en relación a los “grandes temas” se zanjaba en la frase “nosotros lo que tenemos que hacer es trabajar y alejarnos de la política“. Algo a lo que ya estaba acostumbrada, por otro lado, la sociedad. De hecho, durante el franquismo nadie hacía política, ni siquiera el ejército, que vino a ser convertido por Franco en su verdadero partido, ya que el Generalísimo, “este ya más que general, (…) sostenía que los militares no debían meterse en política, evidentemente refiriéndose a todos los otros. Él no hacía política, él hacía historia. Otro más” (2). La población, evidentemente, se había acostumbrado a no tomar decisiones.
Entre las causas de esta realidad para el conjunto de la sociedad se podrían citar, entre otras, la apatía sobre los asuntos políticos tras tanto tiempo de exclusión democrática, el miedo a expresar las propias opiniones, y, last but not least, la acomodación a unas circunstancias socioeconómicas mejores, que habrían puesto a una mayoría de la población dentro (o con vocación de sentirse parte) de las clases medias, tan reclamadas por el general Franco como base de la continuidad. Para los que pensaban que sí podían (y debían) cambiar algo, por el contrario, los medios para lograrlo eran escasos. Y con todo ello, la situación será manejada “desde arriba”, y el cambio que finalmente se llevará a cabo se planteará desde la legalidad vigente (3), y con el apoyo de los grandes partidos de la oposición, que, paulatinamente, irán cambiando sus principios y argumentos para poder entrar en el engranaje de que culmina en la democracia (o quizá oligarquía) partitocrática, en la que el pacto establecerá el olvido a cambio de una parte de la tarta del poder.
Pese a todo, no se trata de negar el gran papel que en la transición tuvo la sociedad civil, si bien quizá fue más importante por la moderación mostrada que por la actividad política en sí (muy minoritaria). Las diferentes reacciones (por ejemplo la de los comunistas tras la matanza de Atocha) ante las presiones extremistas quizá fueran tan importantes para el avance democrático como las grandes actuaciones “desde arriba”, y contribuyeron a crear el clima propicio para la convivencia democrática, pero no invalidan la apatía general y la aceptación de la “reforma” impuesta, de la ruptura pactada, que los propios partidos, incluido el comunista, contribuyeron a impulsar.  Si bien parece sólida la tesis de Gil Calvo de que “hubo arreglo, pero también limpieza” (4) en la transición, el hecho es que la monarquía no se cuestionó, y tampoco el olvido asociado a la amnistía, al no solicitarse la depuración de las fuerzas y cuerpos represivos del régimen anterior.
Así, la democratización irá de la mano de una monarquía que en origen se suponía autocrática (5), pero culminará parlamentaria. Eso sí, no hubo ninguna posibilidad de otra opción diferente al sucesor de Franco.
Con todo ello, el camino hacia la “normalidad democrática” (que en realidad es una anormalidad en nuestra historia) se hacía de la mano de la que llevaba a la, ésta sí, verdadera normalidad española, la monarquía (de la mano de ejército e iglesia), ya que sólo ésta (éstos) representa(n) la esencia de lo español y ha acompañado continuamente la historia de nuestro país.
Esta “normalidad” está inmersa en nuestra cultura, y a ella contribuyen decisivamente los medios de comunicación, que no muestran ninguna capacidad (o voluntad) crítica respecto de la institución monárquica (6). La cuestión es, entonces, preguntarse por qué esto es así: ¿por un respeto excesivo, quizá mal entendido? ¿porque los miembros de la ejemplar familia real, no cometen ninguna actuación, personal ni institucional, reprobable o al menos digna de crítica? ¿porque de verdad creemos (mayoritariamente) en la superioridad de la sangre azul (si bien en el caso de la dinastía borbónica alguno de sus miembros tendría serias dificultades de poder demostrarla, dadas las actuaciones de sus antepasados y antepasadas)? ¿porque así se nos ha enseñado, y no hay que planteárselo más? ¿porque remite a la misma falta de cuestionamientos que en relación a los dogmas de la iglesia, pues, quién somos para rebatirlos? ¿o quizá simplemente porque los “medios de comunicación” que nos influyen desde pequeños y nos socializan nos van impregnando ya de la cultura de la aceptación de la desigualdad que supone el nacimiento con corona adosada, y de los valores “superiores” de la monarquía?
Desde pequeños hemos crecido aprendiendo las virtudes y valores de bellas princesas y valientes príncipes, la maldad de los que querían acabar con la felicidad de los súbditos de los reinos, que siempre eran paraísos terrenales, con monarcas amados por los explotados, gracias a la benevolencia del rey, a su vez justo y misericordioso.
El proceso continúa en el gran marco socializador, la escuela, donde, pese a los avances de la Pedagogía y de la Historia misma, se sigue enseñando la historia de los reyes y reinas, la de los reinos y dinastías, marginando de las grandes páginas a aquéllos que verdaderamente las escribieron, quizá porque “los hombres [y mujeres] hacen la historia, pero no saben qué historia hacen“. Teniendo en cuenta que “nuestra visión del pasado la recibimos de la cultura social que nos envuelve, reforzada por las representaciones (monumentos, cuadros de historia, películas) y por la pedagogía de los centenarios y las conmemoraciones, de modo que por lo general somos incapaces de darnos cuenta de los condicionamientos que implica esta inmersión [y que] crecemos con una serie de prejuicios asumidos como conocimiento, que la educación se encarga de legitimar“, no parece difícil concluir, como hace Josep Fontana (autor de las diversas citas aquí planteadas) que “el objeto final de este adoctrinamiento [sirve para] transmitir al niño convicciones que tienen que ver con intereses sociales concretos que impregnan la visión del pasado que se le inculca” (7). Si bien Fontana se está refiriendo a las diferencias en la enseñanza de la historia en la II República y el franquismo, no es difícil extrapolar y concluir que nos socializamos en el respeto y en la emulación de la monarquía, que se nos presenta como el paradigma de los valores superiores, inalcanzables de hecho para el resto de los mortales, pues al mismo tiempo sirven para afianzar a cada uno en el lugar en el que ha nacido, evitando que los de abajo se cuestionen su situación más allá de no haber tenido la suerte de nacer entre los elegidos.
Y así, cuentos infantiles e historia cumplen una función similar, que sirve para legitimar y deslegitimar. En relación a una monarquía que siempre ha estado en España, aunque tendamos a olvidar que “nació teocrática, creció aristocrática, engordó absolutista, y enfermó despótica. En la senilidad, que siempre viene acompañada de debilitamiento, con tendencia a lo sensiblero, se hizo más comprensiva y dispuesta a dar señales de paternalismo y, con tal de seguir, hasta capaz de mostrar respeto a los representantes de los súbditos popularmente elegidos” (8).
Cuentos, historia, medios de comunicación y Constitución. Infancia, juventud, madurez y señilidad. Y siempre detrás, y encima, la monarquía. ¡Vale! [sabido es que con esta palabra cierra Cervantes El Quijote. No es tan conocido el párrafo que la antecede, y que sólo precisa el pequeño retoque de eliminar "libros de caballería" y sustituirlo por el que se considere más adecuado en relación al tema tratado: "(...) pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombre las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías [leer monarquía] que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer, sin duda alguna.
¿Soberano? ¡Al carajillo! 

Referencias:
(1) MORODO, Raúl, (1984), La Transición Política (Tecnos)
(2) CASTELLANO, Pablo (2001), Por Dios, por la patria y el rey (Temas de hoy)
(3)Una de las preocupaciones esenciales del entonces príncipe Juan Carlos era la de cometer perjurio con unos principios que había jurado. Torcuato Fernández Miranda le tranquilizó diciéndole que no lo cometería en ningún momento, y que todo el proceso se haría desde la legalidad vigente, desde los propios Principios del Movimiento establecidos por Franco y jurados por Juan Carlos en 1969. Según, por ej. C. POWELL (1995), Juan Carlos, un rey para la democracia (Ariel/Planeta)
(4) GIL CALVO, Enrique (2000), “Crítica de la transición”, en Claves de la razón práctica, nº 107
(5) Las Leyes Fundamentales estipulaban que España era “una Monarquía tradicional católica, social y representativa” (COTARELO, Ramón (1992), Transición política y consolidación democrática. España (1975-1986), (CIS)
(6) Paloma Román afrima que “la capacidad crítica sobre esta magistratura [la monarquía] es prácticamente inexistente. (…) Los medios de comunicación, principales protagonistas en la formación de opinión pública en nuestro país, son los representantes más genuinos de esta autocensura, más llamativa si se compara con el tratamiento que se da a otras instituciones, e incluso a esta misma institución en otros países: ROMÁN, Paloma (2001), Sistema político español (McGraw-Hill)
(7) FONTANA, Josep (1999), Enseñar historia con una guerra civil por medio (Crítica)
(8) CASTELLANO, Op.cit.

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