Revista Cultura y Ocio

Sobre la muerte de la novela

Publicado el 13 agosto 2014 por Ana Ana Fidalgo
                       LA SUPERVIVENCIA DE LA NOVELA
SOBRE LA MUERTE DE LA NOVELA¿Ha muerto la novela? ¿Arrastra moribunda sus producciones postreras? Y si es así: ¿importa realmente?, ¿es una catástrofe?, ¿debemos proclamarlo con luctuoso pesar? A mí esta discusión tan arraigada ya a la tradición crítica como su mismo objeto me recuerda a una pintada que había en un muro del campus cuando yo estudiaba en Santiago de Compostela. Decía: “Dios ha muerto”, firmado, Nietzsche, y debajo: Nietzsche ha muerto”, firmado, Dios.

Quizás los que apocalípticamente proclaman la muerte de la novela están, en realidad, emitiendo un canto agónico como escritores/lectores/críticos que han perdido la capacidad de apreciar la naturaleza compleja de la relación escritura-lectura.


El lector no es ni ha sido jamás ingenuo o simple. Lo simple es creer que se puede arrojar un modelo espurio de novela a la maquinaria del mercado editorial y pretender que al público (como lo llaman ahora) le gusta leer y que la novela es un género de entretenimiento popular. El mundo editorial ha sufrido un colapso, copado por superventas que persiguen el entretenimiento a partir de la sublimación de obviedades, usurpando su identidad a las novelas mal llamadas ambiciosas o cultas. La aproximación de la novela al mercado de masas audiovisual no es más que un intento acaparador de asimilar modelos tradicionales al nuevo sistema que surge con la renovación de las formas de comunicación y de ocio de las últimas décadas. Pero ni la novela posee la dosis de glutamato monosódico que pueda prometer a la larga una satisfacción identificable con la que ofrecen espectáculos ligados a la imagen, ni ese público está dispuesto a ejercer el esfuerzo intelectual que supone la entrega a la forma novelística, la vistan como la vistan o la vendan como la vendan. Y eso que se han empeñado en reducir el esfuerzo mediante la simplificación de las formas, la esquematización estructural e incluso la vulgarización del lenguaje literario. Pero este esfuerzo no compensará jamás a quien busca mero entretenimiento, un alejamiento momentáneo de la rutina o miserias cotidianas, cuando ese objetivo se alcanza con mayor eficacia ante la pantalla de televisión o del ordenador.
Muchos de los escritores más reconocidos de hoy copan el sistema editorial tradicional con sus compromisos adquiridos, manifestando en sus producciones una conciencia anclada en el pasado galdosiano, costumbrista o realista, acordes a una realidad obsoleta. Otros, más recientes (o si se quiere, jóvenes) viven parasitariamente del establishment literario, produciendo fórmulas aprendidas repetitivamente o simplificándolas para buscar a ese nuevo lector del que hablábamos antes. Barthes apelaba a que la pérdida de la inocencia de nuestra sociedad dificulta la aceptación de las obras de ficción. Más recientemente, Eduardo Mendoza repetía la opinión de quienes creen que nuestra sociedad ya no produce las situaciones épicas que requiere la novela como sustrato último. En este sentido contestaba Vargas Llosa que nunca como ahora la historia ha dispuesto de material épico tan impresionante (guerras, violencia, armas atómicas, descubrimientos científicos...) y que nuestro mundo es tan inquietante, misterioso, sorprendente y arriesgado como el de las aventuras homéricas, el de las gestas o el de las novelas de caballerías.
Es verdad que hoy ningún escritor competente, ni con una pistola en la cabeza, escribiría Él se acercó mirándola a los ojos y le dijo que la amaba. La novela parece haber llegado a un punto donde es ahogada por las trivialidades del género y donde las formas narrativas tradicionales parecen superadas. Hoy los escritores que encuentran un sentido inexcusable en la escritura buscan la ruptura en lugar de la continuidad imitativa clásica (la abeja aristofanesca o el espejo al borde del camino de Stendhal). La novela ya no debe imitar, sino instaurarse como ente que se justifica a sí mismo. Se ha desmoronado una estructura secular de representación objetiva para abarcar los matices, las dudas, la incapacidad y el hastío que surgen de la subjetividad del hombre contemporáneo.
Desde el punto de vista del lector competente, se exige una superación del hastío, una respuesta más allá de la carga de lo literario y que no sucumba a a la tiranía de la realidad. En este sentido, el arma de la novela –el lenguaje— debe descodificarse para alcanzar a manifestar el problema del hombre y el problema de la vida, de una forma que no admita límites lingüísticos ni formales.
La supuesta crisis de la novela ilumina una crisis valores del mundo contemporáneo. Esta crisis ha fomentado la proliferación de voces y formas –desde los límites genéricos formales hasta la experimentación– que se lanzan como suicidas desesperados a contar algo tan inefable como la realidad que nos ha tocado vivir. Pero los estilos no sobrevivirían en el fango formal sin una audaz incursión en lo profundo, en lo insólito, mediante un acerado bisturí que indagase con agudeza en el mundo y en la vida. En este sentido, lo que se produce no es una crisis, sino una auténtica revalorización de la narrativa.
Quizá lo que ha entrado en crisis es un tipo de novela, pero no el genuino, sino ese usurpador del término, por una saturación de su producción. El otro, el legítimo, es un género inmortal que toma su esencia de la naturaleza artística connatural al ser humano. Porque, ¿nos preguntamos si ha muerto la cultura, si el arte está en crisis, si el espíritu humano se muestra desgastado en su forma tradicional? Sería ridículo.  
SOBRE LA MUERTE DE LA NOVELA

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