
Para que yo escriba una novela, da igual que sea corta o larga, hace falta que no exista otra cosa que la novela. Por eso no le he escrito nunca. No sé cómo lo hacen los demás, los que las escriben. Si renuncian durante un año -imagino que un año está bien, pero tal vez se precisen dos o cinco - a conciliar la literatura con la vida y salen a los parques y pasean y acuden al trabajo para cumplir con lo que se les encomienda y se preocupan de la barbarie de la que alertan las noticias y buscan novia o cuidan de unos hijos o atienden a sus padres, que pueden ser muy mayores y estar francamente desvalidos. El novelista, por oficio, por respeto a la escritura y al lector, no leería otra novela mientras maquina la suya. No se dejaría perturbar por las historias de los demás, no permitiría que otra trama perturbe la que él va forjando. De ahí que la condición idónea para escribir sea la de la reclusión. El novelista es una especie de cautivo de sí mismo. El lector, hablo del lector ideal también, también se debería inclinar a respetar esa voluntad de apartamiento, y leer aplazando la vida, cuidando de que nada de ella impregne la lectura. O tal vez todo debería ser al revés y escribir una novela sea inmiscuirse en todo lo que respira, habitar la vida como no se ha hecho hasta entonces, ocuparla de un modo consciente, aplicarse con esmero al trabajo de apurar todo cuanto ofrece, pensar en que la novela está ahí afuera, no sólo en la cabeza de quien la va dejando caer, como una decantación romántica. Y entonces hay que pasear los parques y acudir al trabajo con infinito afecto (por si nos bendice el azar y nos señala un camino que no habíamos previsto para continuar la novela) y estar al día de lo que pasa en el mundo y besar a los padres y a los hijos y hacer el amor con la novela en la cabeza, viendo la trama en cada gesto de amor entregado, haciendo que el cosmos converja en ese acto privado y perfecto, en el que la armonía de la naturaleza resplandece y acoja en su seno todo lo que fue y lo que está por venir, pero también está la posibilidad de renunciar absolutamente a la novela que nos bulle, no sentirla íntima, no saber, ni tener propiedad alguna sobre su injerencia en el mundo. Hay quien vive una vida entera, una feliz y colmada de bondad, sin el dolor de ese alumbramiento. Ni siquiera con el dolor (que existe) de leer la novela de los otros, de todos los que sintieron esa punzada y la acogieron en su alma y dedicaron su entrega (cada una la suya) a imponerla al mundo. Así que continuaré siendo el lector habitual, el lector terco. Zanjaré la cuestión sin que nada se trocee dentro. Seguiré (como hasta ahora, ay) en la periferia de la novela, en la escritura previa a su creación, en el deseo de que prospere, en el confort de que ese deseo no cuaje y siga yo (nada nuevo, no obstante) en esta cansina historia mía, que extiendo, no sabiendo bien el porqué de ese hacer pública mi inoperancia.
