por Juan María Solare
Participé recientemente en una discusión sobre el talento y su importancia para determinar la calidad de la música de un compositor. Por supuesto, estos pensamientos se aplican a cualquier disciplina artística, mutatis mutandis.
El debate partió de una provocativa frase -literariamente muy lograda- de un autor cuyo nombre ignoro, pero que fue escrita al respecto de un concierto en el Teatro Colón de Buenos Aires. Decía así: «El abuso del sinsentido en el arte constituye la manera más eficaz tanto de presumir talento como de disimular su carencia». Más allá del valor de verdad o falsedad que pueda tener esta incisiva afirmación, le veo un inconveniente de base: su inutilidad.
¿Qué interés tiene determinar el grado de talento de un compositor? Eso es problema suyo, o de Dios. Lo importante es si su obra me hace aprender algo, me muestra algo que yo no había visto, me entretiene, me conmueve, me atrae sólo intelectualmente como un Sudoku (¿por qué no?), me intriga, me asombra, me pone ante problemas estéticos irresolubles con las herramientas que tengo actualmente (en cuyo caso, si tengo tiempo y ganas, podré intentar pulir tales herramientas, con lo cual habré crecido internamente). No estoy seguro de saber para qué estamos en el mundo, pero claramente no para evaluar el talento ajeno a cada paso.
Inmediatamente surge como reacción, como pendant, la legítima pregunta de si todo en el arte es igualmente válido y de si es imposible -o indeseable, o incluso moralmente reprochable- señalar grados de calidad en una obra musical de manera objetiva, más allá del mítico pero elemental “me gusta/no me gusta”.
Por ejemplo, hay cierto consenso entre los especialistas en que los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven o la Misa en Si menor de Bach tienen una profundidad artística superior a la música del cantante rapero argentino L-Gante o del reggaeton en su totalidad. El problema comienza cuando queremos verbalizar, objetivar este juicio de valor instintivo (omitiendo lo estadístico: a cuánta gente mueve esta música) y encontramos que carecemos de herramientas confiables. Esto parecería indicar que ya el propio intento de comparación es un absurdo, pero ¿por qué?
Aporto una razón bajo el simulacro de pregunta, de test ácido: dentro de las reglas de juego que determinado lenguaje musical propone (sea reggaeton, dodecafonismo o rock sinfónico), ¿están las cosas hechas con consistencia? Incluso en el caso particular que la propuesta estética sea el fragmentarismo, el nonsense o la discontinuidad, dentro de ese sistema ¿está articulado el mensaje con coherencia interna, “intra-opus”?
En un lenguaje musical que uno ha frecuentado, uno advierte mucho más fácilmente si una idea está insuficientemente desarrollada. Pongamos por caso el lenguaje musical mozartiano. Dentro de ese mundo, se ven a veces obras en las cuales las normas (las constantes) estilísticas se cumplen en lo básico – pero la música suena horrible, banal o aburrida. Es el caso de una obra del Clasicismo que abuse de las repeticiones, siendo que en Mozart una repetición casi nunca es literal.
Mozart va más allá, cambia esto o aquello, le saca el jugo al máximo al lenguaje propuesto. En cambio en la música de segundo rango el compositor no le ha sacado el jugo (es defendible escribir que esta constatación se aplica en ocasiones al propio Mozart). Es allí donde uno puede comenzar a evaluar niveles de calidad de manera más o menos objetiva. Sólo dentro de un mismo paradigma podemos comparar resultados -casos particulares, obras específicas- de manera eficiente.
Ciertamente, a mucha gente le cuesta aceptar las reglas de juego del reggaeton o de Ricardo Arjona. Pero aceptemos provisoriamente, al menos como experimento mental, estos conceptos estéticos: melodías de tres notas, loops de dos acordes durante toda la canción. Un minimalismo extremo. No lo llamemos pobreza, sino reducción del material. Pues bien, dentro de ese “sistema de creencias”, ¿está bien hecho lo que se presenta? Claramente, dentro del reggaeton uno encuentra también numerosos grados de calidad.
Otra cosa es que a uno le interese comenzar a analizar musicológicamente algún género musical que no le atrae. Así como la filosofía surge del asombro, en el impulso inicial que nos lleva a analizar una obra de arte hay una cierta admiración, un apego. Dada la plétora de posibles temas de investigación, ¿qué nos lleva a decantarnos por uno u otro? (Por supuesto, podría replicárseme que la filosofía puede surgir también del dolor, entonces en esta analogía nuestro interés por estudiar un género musical determinado sería precisamente que nos repele.)
Aunque a mí en lo personal no me resulte atractivo analizar musicalmente un género que no me conmueve, a otra gente sí, lo cual es por lo menos digno. Me resultaría interesantísimo leer el análisis comparativo de un musicólogo de primera calidad acerca del reggaeton. Bajo “análisis comparativo” entiendo el estudio de, digamos, veinte o cincuenta ejemplos paradigmáticos, la extracción de principios comunes y el subrayado de las desviaciones de esas características promedio. En otras palabras, observar hasta dónde cada autor o cada canción le saca el jugo a las propuestas centrales y las restricciones de un género musical, hasta dónde estira las posibilidades.
Recuerdo -en este sentido- una experiencia radiofónica de la historia del rock. Escuché un largo programa dedicado al rock del año 1962. Se pasaron obras de numerosos grupos de la época. Horas y horas sumergido en ese mundo sonoro. Y de pronto pasaron un tema de los Beatles. Allí descubrí experiencialmente por qué estos tipos produjeron una ruptura. El resto de las obras eran simpáticas, estaban bien, pero tampoco eran nada del otro mundo. Llegan los Beatles y se nota una diferencia atroz. ¿Por qué? Porque, dentro del sistema de reglas planteado por el rock de los ’60, los demás repetían lugares comunes y los Beatles le sacaban partido al máximo a esas “reglas” aun sin transgredirlas demasiado, e iban incluso un poquito más allá. Me refiero aquí a “reglas” o “normas” en un sentido meramente estadístico: lo que se suele hacer, lo acostumbrado, las recurrencias, las constantes estilísticas. “Normas” a posteriori, descriptivas.
Creo que por aquí hay que ir, porque no tiene valor (ni estético ni moral) desautorizar de entrada a todo un género musical, lo cual es además muy peligroso. Peligroso porque frena posibilidades de evolución personal. No tiene la menor importancia determinar si la obra A es mejor que la obra B, o si Fulano tiene más talento que Mengano, pero sí es esencial evitar que a uno se le fosilice el cerebro.
Es que me ha ocurrido: más de una vez me dije “de estas aguas no he de beber” y ¿qué pasó? Que un par de años después yo estaba haciendo “estas aguas”, musicalmente hablando. ¿Será cierto que nos convertimos en lo que odiamos? Por ejemplo el minimalismo de Philip Glass, Steve Reich y toda esa gente. Inicialmente (años 80) yo lo menospreciaba, pensaba que era una estética pobrísima, muy basic, y luego encuentro que en algunas de mis obras aparecen elementos minimalistas – “asolarados”, pero minimalistas al fin: repetición, variantes dosificadas, pocos elementos, permutaciones, notas largas… y todo con cuentagotas.
Allí me dí cuenta de que es muy arriesgado afirmar que “esto es una porquería”, porque en el momento menos pensado lo asimilaste y lo empezás a usar.
Juan María Solare
(Transcripto de una respuesta en audio a Germán Serain y pulido en Worpswede el 24-25 de diciembre de 2023)